La Inquisición propiamente dicha no encuentra justificativo en la Biblia, a menos, claro, que se manipulen maliciosamente los textos sagrados; o en todo caso, sin malicia, se hagan interpretaciones o aplicaciones anacrónicas. La imposición de un castigo físico, o material, a los herejes comienza con una rara interpretación de la parábola de la gran cena de Lucas 14:23, por parte de san Agustín.
“Algunos fanáticos donatistas, radicales desde el punto de vista religioso y llamados «circumceliones», que se presentaban como santos, campeones de la fe y soldados de Cristo, recorrían el país mendigando o en grupos armados. No vacilaban a la hora de usar la violencia y el terror, exigían siempre nuevas leyes sociales para la vida civil (la abolición de la esclavitud, la asistencia a los pobres, etc.) y, en el ámbito eclesiástico, exigían reformas rigoristas que estuvieran de acuerdo con sus ideas. Combatían en todas partes por la difusión de los principios del donatismo y se distinguían por las continuas destrucciones de iglesias católicas y por los maltratos a religiosos y fieles. La autoridad estatal se sintió impotente durante casi un siglo contra estos fanáticos. La dominación de los vándalos aceleró el fin de este movimiento herético (430). […] En esta situación reconoció Agustín su derecho a recurrir al «compelle intrare». Agustín fue el primero que, desde la experiencia, justificó, basándose en la Biblia, el uso de la fuerza en cuestiones de fe. En la parábola de la gran cena, una vez que los invitados se niegan a acudir al banquete, Cristo pone en boca del dueño de la casa estas palabras dirigidas al siervo: «Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar [compelle entrare], hasta que se llene mi casa» (Lc 14,23). Agustín, interpretando este pasaje de un modo totalmente equivocado, vio en estas palabras la invitación a hacer uso, si era necesario, también de la fuerza para obligar a los herejes recalcitrantes y a los paganos a entrar en la Iglesia. No podía sospechar las tremendas consecuencias que iba a tener su errónea interpretación. Pronto fue formulada como un precepto legal: «Hay que obligar a los herejes a salvarse, incluso contra su voluntad» (Decretum Gratiani, c. 38, C. 23, q. 4) y más adelante constituyó el fundamento de la Inquisición medieval. También Lutero se basó, en su infeliz comportamiento de 1525 contra los campesinos y, algunos años más tarde, contra los anabaptistas (1529), en este principio; y Calvino, en Ginebra, fundó sobre él sus sanguinarios juicios de fe en Ginebra. Sin embargo, resultaría imposible encontrar en el Nuevo Testamento algún pasaje que pudiera justificar la aplicación de medidas coercitivas en el ámbito religioso. La Sagrada Escritura presenta la fe sólo como entrega libre del hombre a la llamada de Dios. Sigue siendo, por tanto, un misterio inexplicable que precisamente Agustín, que vivió, después de años de extravíos, la experiencia de la conversión como llamada de la gracia divina, sea responsable del erróneo desarrollo posterior de esa teoría. Es evidente que él no aprobó nunca la pena de muerte para los herejes, la cual es más bien el resultado de la indebida intromisión de la autoridad estatal -del brachium saeculare, como se decía en el Medievo- en la esfera religiosa, porque se pensaba que la herejía no ofendía sólo a la fe, sino también al bien común, que se consideraba fundado sobre la unidad de fe.” [FRANZEN, August. Historia de la Iglesia. Editorial Sal Terrae, Santander -2009- p. 97-99]
“La Inquisición medieval, creada por los papas para reprimir a los cátaros, había encontrado su razón divina de ser en el Compelle intrare del banquete impopular (Lucas, 14:23), interpretado muchos siglos antes por San Agustín como una parábola de la Iglesia que recurre al brazo coercitivo del Imperio.” [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical) The Westminster Press]
La Iglesia Católica romana edifica sobre las bases de san Agustín una Inquisición organizada y regulada por el papado; sospechosos de herejía o brujería serán el blanco de ella.
“Bajo Inocencio III se organizó la Inquisición como tribunal eclesiástico. En determinados casos, la autoridad tenía que proceder de oficio contra un pecador o un delincuente, sin esperar a que fueran acusados (proceso de acusación); estaba obligada ex officio (actuación de oficio) a localizarlos y llevarlos a juicio. La aplicación de este procedimiento contra los herejes llevó en 1231 al nombramiento de inquisidores pontificios (constitución Excommunicamus), que debían buscar a los sospechosos de herejía. Ya en 1224, Gregorio IX y el emperador Federico II habían promulgado conjuntamente una ley inquisitorial para Lombardía, según la cual la autoridad civil debía encarcelar a quien el obispo le hubiera presentado como hereje para ajusticiarlo, en caso de que persistiera en su error. La entrega del hereje al brazo secular tenía como consecuencia inevitable el castigo del culpable. El hecho de que la Iglesia, al entregarlo, pidiera al poder civil que salvara la vida del imputado, no era sino un «horrendo formalismo y una pura ficción». Si el tribunal secular se negaba a proceder a la ejecución del condenado, el mismo tribunal se hacía sospechoso de herejía. En 1252, Inocencio IV autorizó a los inquisidores a usar también la tortura, si lo consideraban necesario para arrancar una confesión de herejía (constitución Ad exstirpanda). […] También los reformadores Martín Lutero, Philipp Melanchthon y, sobre todo, Juan Calvino, pensaron y actuaron del mismo modo. Los procesos contra los herejes y las persecuciones contra las brujas continuaron en la Edad Moderna, en Wittenberg y en Ginebra, igual que en Colonia y en París, y no terminaron hasta el siglo XVIII con la Ilustración. […] La credulidad en la brujería y los procesos contra las brujas desacreditan a la Inquisición más aún que las persecuciones contra los herejes. Hoy carecemos de todas las posibilidades de comparación para estas neurosis de masas y la siniestra relación que las unía a la religión y a los procesos inquisitoriales. Católicos y protestantes no se diferenciaron al perseguir y condenar a las brujas a la hoguera; por el contrario, se estimularon mutuamente, ya que unos no querían dejarse superar por otros en la persecución de aquellos demonios imaginarios. Desde la publicación del Martillo de brujas (1487), escrito por el inquisidor dominico Heinrich Institoris, la credulidad en la existencia de las brujas se propagó muy rápidamente. También Lutero, Calvino y los otros reformadores creían en las brujas y combatieron contra ellas con el fuego y la muerte. Entre 1590 y 1630, esta superstición alcanzó su punto más alto y no empezó a disminuir hasta el siglo XVIII, la centuria en que desapareció por completo. Ninguna edad ni clase social se libró del proceso. Se formaron verdaderos centros de superstición, principalmente en las regiones montañosas. La credulidad se difundió, con intensidad variable, en muchos países, entre ellos Saboya, Suiza, el Tirol, Lorena y Escocia.” [FRANZEN, August. Historia de la Iglesia. Editorial Sal Terrae, Santander -2009- p. 206-208, 320-321]
“Prusia está llena de demonios y Laponia de hechiceros. También en Suiza, cerca de Lucerna, en un monte altísimo, hay un lago que se llama «Alberca de Pilato»; ahí está, furioso, Satanás. Dijo también Lutero que en su patria, en el monte Pubelsberg, hay un lago que, si se le lanza una piedra y se remueve, se desencadena una tempestad enorme por toda la región. Son las habitaciones de los demonios, que están cautivos en ellas (WA 3.841).” [Charlas de Sobremesa 78 – Iglesia evangélica luterana argentina]
Curiosamente, la Reforma Protestante, que se autoproclamaba como la abanderada de la Sola Escritura, no combatió a la Inquisición; la cual no solo no tenía fundamento escritural sino que contradecía claramente el espíritu del Evangelio.
“Con ropaje humanístico y erudición de patrólogo, Juan Calvino delineaba una Iglesia interior que se remite al don de la Predestinación divina, se alimenta de sola la Escritura y se reanima comunitariamente con la predicación, la oración y el canto sagrado. Era sólo la imagen ideal, porque la Iglesia real de Calvino era una institución de disciplina férrea, de solos puros, que castiga las infidelidades con la dureza de los mejores tiempos inquisitoriales y necesita por consiguiente de un aparato de poder de eficacia probada. Esta Iglesia ascética y censurada tiene su código: las Ordonnances ecclésiastiques de Calvino, dadas a luz en 1541, en el momento en que el reformador tiene ya abierto su campo de acción. La Ginebra que le había excluido tres años antes, ahora le daba carta blanca para que contribuyese a asentar su reciente decisión de sacudir el yugo episcopal y sumarse al evangelismo radical. Calvino compensará esta acogida convirtiendo a esta ciudad suiza en la nueva Roma de la Reformación, la palabra que ahora se van a apropiar sus seguidores para designar su fisonomía cristiana. Calvino acepta y se compromete. Con un pequeño equipo directivo recompone Calvino su comunidad ginebrina a partir de 1537. Con sus Artículos sobre la organización de la Iglesia en la mano, todo se orquesta sin posibles rechazos. A ello apremian no sólo los animadores de la comunidad sino sobre todo los «decenarios» o comisarios de barrio que fiscalizan y controlan los deslices y acosan al culpable con una escala fija y clara de apremios: amonestaciones, denuncias, penas espirituales, castigos civiles. En la nueva Ginebra ya no caben pecadores impenitentes: quien no obedece, se debe exiliar.” [GARCÍA ORO, José. Historia de la Iglesia III, Edad Moderna. Serie Manuales de Teología, BAC p.79-80]
“…la necesidad de un punto firme sobre el que apoyar la Iglesia empujará fatalmente al reformador, no sin tensiones interiores, a apoyarse en los Príncipes, pasando así rápidamente de una concepción del todo espiritual de la Iglesia a la organización de una Iglesia estatal. […] (Lutero) es cada vez más parecido al aprendiz de brujo, incapaz de controlar los espíritus suscitados por él mismo. Se imponía asentar un principio que asegurase la estabilidad y el orden, en sustitución del que había rechazado la Reforma: el papado y la jerarquía. Lutero, a pesar de su clara visión de los peligros que rondaba y de sus profundas perplejidades, acabó por reconocer en el Estado el apoyo que precisaba su Iglesia. De ahora en adelante la autoridad del Papa quedará sustituida por la del Príncipe y la iglesia de Estado reemplazará a la Iglesia invisible, democrática. La aspiración por la renovación interna de la Iglesia entra en crisis debido a esta contradicción, intrínseca a todo el sistema. Es más, van creciendo los derechos del Príncipe sobre la Iglesia y se inculca a los súbditos, a los que nunca les será permitido rebelarse, la obediencia pasiva a la autoridad.” [MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días I, época de la Reforma, p. 120-121, 129]
“Pero no podemos negar las fuertes limitaciones de la personalidad de Calvino. Como hombre se nos ofrece un poco unilateral, demasiado inclinado a tener en cuenta un solo aspecto de la realidad, hasta el punto de olvidarse voluntariamente de las letras (que había cultivado de joven), de las artes, de la belleza y de la naturaleza misma. Sólo se salvaba la música, pero en función de las emociones religiosas que podría proporcionarle. La misma unilateralidad acusa su concepción de Dios, en la que la imagen del Señor omnipotente y omnisciente, juez severo de los hombres y árbitro absoluto de sus destinos, oculta la de Cristo redentor. Calvino subraya más que el amor personal a Cristo la adoración al Señor de la gloria, a quien todo pertenece y a quien todo debe estar encaminado. Su moral tiende a una severidad a menudo excesiva y casi inhumana, hasta el punto de condenar no sólo el vicio, sino también muchas distracciones honestas. […] Los ancianos (laicos que tenían a su cargo la vigilancia de las costumbres y de la piedad) adquirieron en seguida gran importancia dada su autoridad plena sobre todos los aspectos de la vida pública y privada y el estrecho control que ejercían sobre toda la ciudad. Todas las semanas se reunían en consistorio los pastores y los ancianos, escuchaban las denuncias y dictaban sentencias: según la gravedad de la culpa, se imponía una multa (la cárcel, la excomunión, es decir, la exclusión de la cena que se celebraba cuatro veces al año, la pena de muerte). Ginebra, tan orgullosa de su independencia, había perdido por completo su libertad: las lecturas, los juegos, los cantos, los banquetes, todo estaba controlado por los ancianos, y todos, por grado o por fuerza, tenían que practicar la virtud. Tenemos muchos ejemplos de intervenciones de los ancianos, rigurosos hasta el ridículo, que prohibían los bailes, los juegos de cartas, la lectura de novelas, controlaban el corte del cabello y el lujo, vigilaban la asistencia a las ceremonias públicas y quemaban en público el Amadís, una de las novelas de mayor éxito por entonces. Lo que se castigaba con mayor severidad era la divergencia ideológica. Entre 1542 y 1546 fueron desterradas 70 personas y 60 condenadas a muerte. La condena a la hoguera de Miguel Servet, un médico español que había negado el dogma de la Trinidad, desencadenó una fuerte excitación. Tras huir de la cárcel de la Inquisición en Lyon, tuvo la infeliz ocurrencia de pasar a Ginebra, donde fue reconocido en seguida, arrestado, procesado y condenado por la tenacidad con que perseveraba en sus ideas. El caso Servet provocó inmediatamente una polémica entre los adversarios de Calvino. Este defendió su proceder en la Declaratio orthodoxae fidei, recordando que por el honor de Dios no hay que dudar, si llega el caso, en destruir pueblos y ciudades enteras” [MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días I, época de la Reforma, p. 141]
El reformador Zwinglio consideraba al reformador Lutero un hereje:
Zwinglio dirige a Lutero 1527 su obra Amica exegesis: «Ahora, pues, cuando ya nada nos ofreces digno de ti y de la religión cristiana; cuando el conocimiento de la verdad crece de día en día, mientras que en ti no crece la mansedumbre y la humildad, sino la audacia y la crueldad, son muchísimos los que opinan que tú padeces algo semejante a lo que padecen los repudiados por el Señor… Es mucho lo que ignoras, aunque un tiempo el espíritu del Señor te fuese familiar y propicio… Claramente conocemos tu erudición, agudeza y penetración, pero al mismo tiempo conocemos la verdad. Si tú persistes en oscurecerla de cualquier manera o de ponerle rémoras, intrépidamente lucharemos contra ti. ¿Que tales luchas no serán para provecho de la Iglesia? Sí, lo serán, porque estará con nosotros el espíritu de la verdad». [Cit. en García-Villoslada. Lutero, un fraile hambriento de Dios, Tomo II, p.224]
El reformador Lutero consideraba a los reformadores Zwinglio y Ecolampadio como herejes, y se negó a reconocerlos como a hermanos.
Lutero, después de disputar con Zwinglio y Ecolampadio en el coloquio de Marburg, le dice en una carta a su amigo Juan Agrícola: «En suma, estos hombres son ineptos e inhábiles para disputar. Aunque veían que sus argumentos no concluían, se empeñaban en no ceder en lo de la presencia del cuerpo de Cristo…; en los demás puntos, sí cedieron. Al fin nos suplicaron que por lo menos los reconociésemos como hermanos, y esto lo urgía mucho el príncipe; mas no pudimos hacerles tal concesión; les dimos, sin embargo, las manos en señal de paz y de caridad».” [Cit. en García-Villoslada. Lutero, un fraile hambriento de Dios, Tomo II, p.235]
Lutero, Zwinglio y Calvino, aunque en temas teológicos no coincidían, sí coincidieron en perseguir sistemáticamente a los anabaptistas (los anabaptistas se negaban a bautizar a los niños, y rebautizaban a los adultos). También coincidieron los tres en usar el poder civil para mantener el monopolio doctrinal, y para hacer callar a aquellos que osaban contradecirlos.
“Refiriéndose a los anabaptistas, Zwinglio había escrito algún tiempo antes, en tono de gran seguridad: «Creo que se les va a poner la espada al cuello». El 19 de noviembre de 1526 el ayuntamiento de Zúrich aprobó una nueva ley que castigaba con pena de muerte no sólo los actos de rebautismo, sino también la asistencia a las predicaciones de los anabaptistas. […] Finalmente, el 5 de enero de 1527 el tribunal pronunció su veredicto: Mantz (líder anabaptista) fue sentenciado a morir ahogado… Zwinglio estuvo de acuerdo con la decisión del tribunal, y la defendió… La ejecución de Mantz tuvo lugar el 7 de enero. Su valor no lo abandonó mientras caminaba hacia la muerte. Según Bullinger, en el trayecto hacia el río, alzó la voz para alabar a Dios, mientras su madre y un hermano suyo esperaban a la orilla del camino para instarlo a mantenerse firme. Convertido en un paquete, con un palo metido entre las cuatro extremidades, atadas y dobladas, en el momento de ser arrojado al agua helada del río cantó las palabras «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum». Una vez sacado del agua, fue sepultado en la iglesia de Santiago. Fue Mantz el primer mártir «protestante» que -murió a manos de protestantes.” [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical) The Westminster Press ]
Calvino, hablando de la “conversión” de un líder anabaptista, le dice a Guillermo Farel en una carta fechada el 27 de febrero de 1540: “Ha regresado con toda buena fe al seno de la iglesia. Ha confesado que fuera de la iglesia no hay salvación, y que la iglesia auténtica es la que está con nosotros. Por lo tanto, era una defección haber pertenecido a una secta separada de ella. Se confesó, pues, culpable de ese crimen y suplicó que se le perdonara.” [Cit. en WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical) The Westminster Press]
“Un anabaptista de apellido Belot, apareció en Ginebra con un puesto de libros y folletos. Calvino hizo que fuera arrestado. Estando ya el vendedor ambulante en poder de las autoridades civiles, Calvino se presentó para hablar cortésmente con él, «según es mi costumbre». Belot estaba tan consciente de su misión divina como el propio Calvino, el cual lo describe burlonamente diciendo que, «con la cabeza levantada y los ojos puestos en alto, se daba los aires majestuosos de un profeta», y añade que «cuando así le convenía, contestaba con unas cuantas palabras a las preguntas que se le hacían». La discusión giró en torno a la legitimidad del juramento cívico, el perfeccionismo y la manutención de los pastores reformados por parte de la congregación. Según parece, Belot irritó sobremanera a Calvino al acusarlo de vivir en el lujo a expensas de los pobres, con su pingüe salario anual de quinientos florines, sus doce arrobas de trigo y unas doscientas cincuenta barricas de vino que se le daban, sin duda, en vista de las exigencias de la hospitalidad pastoral… Belot recibió órdenes de abandonar inmediatamente la ciudad. Aprehendido dos días después, fue apaleado por su desobediencia; sus libros le fueron quemados, y se le amenazó con la horca en caso de que volviera a Ginebra.” [Calvino mismo le cuenta el incidente a Farel, en carta del 21 de enero de 1546 (OC, Vol. XII, núm. 752)] [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical)The Westminster Press]
«Servet acaba de enviarme, junto con un paquete de cartas, un largo volumen de sus delirios. Si yo lo consiento, él vendrá aquí; pero no pienso dar ese consentimiento, pues, en caso de venir, si algo vale mi autoridad, no voy a tolerar que salga vivo de aquí.» [Carta de Calvino a Farel. OC, vol. XII]
“Mateo Gribaldi Mofa, catedrático de derecho civil y contemporáneo de Calvino, fue uno de los primeros que declararon que la ejecución de Servet era una mancha indeleble que había caído sobre la Reforma, y que la pena de muerte no se justificaba nunca en casos de divergencia de opiniones religiosas. Escribió: “Calvino maquinó la muerte de Servet so pretexto de defender la Trinidad, pero lo que hizo no fue sino un acto de «venganza personal». Al entregar a Servet a las llamas, Calvino confirmó a los católicos en su disposición a castigar a los herejes con la hoguera, y entre ellos el concepto de «herejes» tenía que ser definido con gran amplitud, ¿Qué clase de cristianismo es ese que «proclama sus buenas nuevas con la hoguera»? ¿Puede la Reforma ginebrina pretender que está con ella el Dios que dijo que no quería la muerte del pecador, sino que se arrepintiera y siguiera viviendo, y que advirtió que, en todo caso, la venganza era suya y no de los hombres? Ginebra se ufana de haber restaurado el cristianismo evangélico, pero ¿dónde están «la humildad, la paciencia, la benignidad, la longanimidad y la misericordia del Señor Jesucristo», que nos ordenó amarnos los unos a los otros y orar por los que nos ultrajan y calumnian? ¿Acaso no dio a sus seguidores más cercanos la instrucción de esperar el Juicio Final para que entonces se hiciera la separación del trigo y la cizaña? En ese cristianismo pretendidamente apostólico de Ginebra, ¿dónde están los preceptos y ejemplos que nos dejaron los grandes portavoces de la era apostólica, San Pablo y San Juan Evangelista, San Ignacio y San Ireneo? Las enseñanzas de estos santos, en todo lo que se refiere al campo de la conducta humana, parecen enteramente desconocidas en Ginebra. Hasta los Nerones de la historia se horrorizarían si supieran que había cristianos quemando a cristianos en el circo de la cristiandad… ¡Que Calvino siga a Gamaliel si no puede seguir a Cristo y a San Pablo, y que al menos aguarde hasta ver si lo que le parece nuevo es o no cosa de Dios!” [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical). The Westminster Press]
El uso del poder civil por parte de los Reformadores protestantes:
“En cuanto al término mismo «Reforma Magisterial», convendrá no perder de vista que, pese a todas sus diferencias temperamentales, teológicas y ambientales, Lutero y Zwinglio, como Cranmer y Calvino más tarde, estaban de acuerdo en asignar al magistrado evangélico, o sea al rey, al príncipe o al concejal del ayuntamiento, una vocación distintivamente cristiana. Aunque esos cuatro reformadores magisteriales -y sus |aliados y contrapartes en otros territorios, como Bucer y los demás predicadores parroquiales de Estrasburgo- fueron alterando sus formulaciones a lo largo de su actuación reformista y, en todo caso, demostraron tener muchas diferencias unos con otros, es un hecho que, por lo menos; estuvieron siempre firmes en su posición contra el programa radical de los separatistas, pues los separatistas rompían, en principio, con la concepción antigua y medieval del corpus christianim que, remontándose al Constantino, Teodosio y Justiniano, entendía la iglesia y la comunidad civil como términos virtualmente intercambiables y, en consecuencia, interpretaba el cisma como sinónimo de sedición… y todos sostenían contra los disidentes la doble afirmación de que el cristiano podía desempeñar, con toda buena conciencia, cualquiera de las funciones necesarias del cuerpo político, desde la de recaudador de impuestos hasta la de verdugo, y de que, en forma correspondiente, el estado así constituido tenía el deber de servir a la verdadera religión.
[…]
La Dieta de Espira, 1529: Lo mismo los protestantes luteranos que los católicos podían consentir en que se hiciera aún más explícita que antes la pena de muerte contra los rebautizantes en su doble calidad de criminales y de herejes. Aunque ya había habido contra los anabaptistas otras medidas anteriores aquí y allá, e incluso un edicto imperial el año anterior (1528), el edicto de la dieta «protestante» de Espira es, desde luego; el más importante; y, si se tiene en cuenta la tensa atmósfera religioso-política de esa dieta, su aprobación por los luteranos hace palpablemente clara la gran diferencia que existe entre la tradición baptista y la protestante, por más que sus descendientes, en nuestros días, suelen hablar de un origen común.
La parte que más nos interesa del edicto de Carlos V, leído en la dieta el 23 de abril de 1529, dice así: «… que todos los anabaptistas y todos los hombres y mujeres que hayan sido rebautizados, siempre que sean de edad de razón, sean condenados a muerte y privados de la vida natural mediante la hoguera, la espada y cosas semejantes, según las personas, sin necesidad de someter los ‘casos a la inquisición de los jueces espirituales; y que no se muestre la menor señal de clemencia con ninguno de ellos, ni con los mencionados pseudo-predicadores, instigadores, vagabundos y tumultuosos incitadores del dicho vicio del anabaptismo, ni con los que permanecen en él, ni con los que caen en él por segunda vez, sino que, por el contrario, en virtud del presente edicto, sean tratados severamente con castigo.»
[…] Contra los donatistas recalcitrantes (los que en época de Agustín bautizaban nuevamente a todos los que salían de la iglesia católica) enderezaron los emperadores Honorio y Teodosio II su edicto del 21 de marzo de 413, incorporado al Código Teodosiano, en estos términos: «Esperamos que, por temor de una pena severísima, ninguna persona haya cometido el crimen [del rebautismo] desde el momento en que esta práctica quedó prohibida. -Hay, sin embargo, hombres de espíritu depravado que se empeñan en hacer aquello que está prohibido y duramente castigado por las leyes. Para que tal no suceda, es nuestra voluntad que se renueve la reglamentación, de manera que si después de haberse promulgado la ley se descubre a alguna persona que haya rebautizado a quien antes había sido iniciado en los misterios del credo católico, sufra la pena decretada en el estatuto anterior supplicium statuti prioris junto con la persona rebautizada, porque ha cometido un crimen que exige expiación, siempre y cuando la persona así persuadida sea capaz de crimen por razón de su edad»; Aunque el Código Teodosiano establece castigos severos para los culpables de herejía, por ejemplo confiscación de bienes, destierro, privación de herederos y varias penas corporales, no especifica pena capital para el rebautismo de los donatistas. El Código de Justiniano, al reproducir el rescripto del de Teodosio, sustituyó el impreciso supplicium statuti prioris con un terrible pero todavía equívoco ultimum supplicium. Cuando al fin los códigos romanos se refirieron concretamente a la pena de muerte (summum supplicium), esto se hizo de manera primordial para reprimir a los maniqueos dualistas, ideológicamente identificados, en parte, con el hostil Imperio persa. A lo largo de la Edad Media, lo que se había limitado a los maniqueos se extendió primero a los cataros, y de allí a todos los herejes. Así, en la plenitud del sistema cristiano, Justiniano, más severo que Teodosio, fue a su vez excedido en dureza por Garlos V, habituado a la Inquisición. A partir de abril de 1529 los anabaptistas vivieron la vida de las bestias acosadas; e incluso a cristianos que no compartían sus opiniones se les podía colocar, por simple conveniencia, el rótulo de anabaptistas, sujetándoseles así a las penas del edicto y a sus innumerables secuelas imperiales y locales. Una de las anomalías de la Era de la Reforma es que precisamente los protestantes -que desde los puntos de vista importantes (salvo su devoción teológica por San Agustín) se parecían mucho más a los «nacionalistas», «puritanos» y a menudo belicosos cismáticos del África septentrional que los pacifistas anabaptistas- hayan resultado ser tan celosos como los católicos en aplicar las leyes antidonatistas a la Reforma Radical.” [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical). The Westminster Press]
“EL SINODO DE ESTRASBURGO Y SUS CONSECUENCIAS… A decir verdad, el sínodo de Estrasburgo de 1533 refleja una desesperada lucha del orden eclesiástico por imponerse al caos, un combate de la ley contra la anarquía religiosa. Más tarde, Bucer interpretaría la crisis, con excesivo remordimiento, diciendo que se debió a «la prolongada e impía clemencia» con que él y los demás teólogos de Estrasburgo habían estado tratando a los separatistas. […] Especialmente importantes eran los tres últimos artículos, que se ocupaban de manera bastante detallada en justificar con razones bíblicas y teológicas el papel positivo de los magistrados en la reforma y en la conservación de la iglesia. Estos tres artículos fueron elaborados con la mente puesta no únicamente en los anabaptistas, sino también en uno de los teólogos oficiales de Estrasburgo, el doctor Antonio Engelbrecht, así como en los simpatizantes que tenía entre el clero y la ciudadanía. La comisión justificaba la mezcla de teólogos y magistrados en el sínodo aduciendo el precedente del concilio de Jerusalén, donde hubo apóstoles y ancianos, y el de los concilios presididos antiguamente por Constantino y sus sucesores. […] la discusión más animada fue la que se trabó en torno a los tres últimos artículos, a los cuales se opusieron Antonio Engelbrecht y, con menor insistencia, algunos otros miembros del sínodo. Estos opositores argumentaban, por una parte, que los tres últimos artículos concedían a los magistrados una indebida intervención en el terreno de las convicciones y de la conciencia y, por otra parte, que los teólogos mismos, en virtud del sistema sinodal así implantado, se hallaban a punto de convertir a la iglesia reformada en «una nueva papería», tanto más poderosa y agobiadora cuanto más localmente concentrada… Para Bucer, Engelbrecht resultaba ser el portavoz del partido o «secta» de los «epicúreos», esto es, los ciudadanos y los teólogos que, a semejanza de los libertinos espirituales de otras regiones, estaban en favor de la libertad fraterna de indagación y discusión como salvaguardia contra un «papismo» protestante. […] el doctor Engelbrecht no tardaría en ser vilipendiado por la mayor parte del clero municipal, que lo acusó de ser un epicúreo y un compinche de granujas y de evangelistas vagabundos. Durante el sínodo defendió el principio de la separación de los dos reinos y la distinción entre las dos espadas, aduciendo expresamente la doctrina sostenida por Lutero en su primera etapa. Lo que pedía, en consecuencia, era que en el territorio de Estrasburgo se estableciera una clara separación entre la religión y la política. No negaba que el gobierno fuera cosa de Dios, ni que los magistrados pudieran muy bien tener una vocación cristiana, pero llamaba la atención sobre lo que él consideraba la incongruencia de los reformadores magisteriales que, habiendo insistido primero en la proclamación libre del evangelio, estaban ahora formulándolo en decisiones sinodales y, fundados en el precedente de Constantino y especialmente en el de Justiniano, estaban sirviéndose de la autoridad del estado para imponer por la fuerza esas decisiones a quienes por razones de conciencia no las aceptaban. Engelbrecht declaró estar convencido de que no había lugar para la compulsión en el campo de la doctrina y de la conciencia, puesto que Dios es el único que legítima y eficazmente puede penetrar en ese campo… Sostenía no sólo que los magistrados debían abstenerse de dictaminar en cuestiones de doctrina, sino también que los teólogos, por su lado, debían abstenerse de tomar parte en cuestiones de gobierno, ni para protegerse a sí mismos, ni para salvaguardar sus doctrinas, ni para mejorar el gobierno. En el caso de una magistratura que en materia religiosa se portara con indiferencia o con hostilidad, lo único que correspondía hacer a los pastores y a sus rebaños era sufrir por su fe y armarse de santa paciencia. Deploró que se pretendiera hacer del heterogéneo sínodo de Estrasburgo el comienzo de un «nuevo papismo» interpuesto entre Dios y los creyentes. […] unos cuantos años después, el más ilustre de los teólogos allí presentes (Martín Bucer) andaría buscando razones bíblicas para justificar la bigamia escandalosa de uno de los más destacados príncipes protestantes (la bigamia de Felipe de Hesse).
Las consecuencias del sínodo, 1533-1535: Ante los ojos de los demás predicadores, Bucer salió del sínodo como el «obispo» de la iglesia de Estrasburgo… y los magistrados, bajo la presión cada vez más vigorosa del nuevo obispo, comenzaron a tomar de no muy buena gana las medidas necesarias para la consolidación de la Reforma Magisterial. Fue magisterial en el sentido de que la disposición instintiva de todos los magistrados a tener su parte en el manejo de las exterioridades de la iglesia no sólo había recibido una sanción teológica en el principio protestante del sacerdocio de todos los creyentes, sino que se había ampliado, haciéndola abarcar también cuestiones de doctrina y dé disciplina y, además, había adquirido justificación plena gracias al esfuerzo de los reformadores magisteriales de considerar a los magistrados como los sucesores efectivos de los ancianos apostólicos y, tomados corporativamente, como el equivalente local de los antiguos emperadores cristianos que intervenían en los concilios. Para colmo, la intervención de los magistrados en los asuntos internos de la iglesia territorial de la cual eran miembros era algo que ahora estaban solicitando con urgencia los reformadores magisteriales, que buscaban, casi desesperados, la manera de deshacerse de los separatistas, y eso no simplemente como un derecho de patronato, sino como un deber; no como una concesión, sino como una vocación imperiosa.” [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical) The Westminster Press]
Los católicos romanos tampoco se quedaban cortos a la hora de practicar la Inquisición:
Sobre la muerte de Jacobo Hutter, líder anabaptista en Moravia: “A lo largo de repetidos interrogatorios (con aplicación de tortura) y de discusiones con una serie de clérigos católicos, Hutter permaneció inflexible, y no sólo no reveló los nombres de sus socios, sino tampoco quiso hablar de la manera como había estado llevando a cabo su misión. Parece haberse interesado menos que otros prisioneros anabaptistas en particularizar los artículos de su fe, porque estaba seguro de que su interrogador era un esbirro de Satanás, de la misma manera que sus interrogadores lo creían endemoniado a él. De hecho, llegaron a sentirse tan molestos por su pretensión de ser dueño de toda la verdad del evangelio, que para exorcizar, como ellos decían, al diablo que tenía dentro, recurrieron a la insólita tortura de meterlo atado y amordazado en agua helada, y luego, cuando ya estaba casi congelado, llevarlo a una habitación tibia, echarle aguardiente sobre su carne lacerada y prenderle fuego. Aunque los magistrados de Innsbruck estaban de acuerdo en que se le decapitara secretamente, por temor a la simpatía popular, el rey Fernando intervino personalmente para imponer su voluntad de que se le quemara en público, lo cual ocurrió el 25 de febrero de 1536.” [WILLIAMS, George H. The Radical Reformation (La Reforma Radical). The Westminster Press]
“Ignacio de Loyola, fiel en esto al espíritu de su época, le da a Pedro Canisio, consejero del emperador, consejos enérgicos para luchar contra la herejía protestante en Austria: «¡Ojalá quedase asentado y fuese a todos manifiesto que, en siendo uno convencido, o cayendo en grave sospecha de herejía, no ha de ser agraciado con honores o riquezas, sino antes derrocado de estos bienes! Y si hiciesen algunos escarmientos, castigando a algunos con pena de la vida, o con pérdida de bienes y destierro, de modo que se viese que el negocio de la religión se tomaba de veras, sería tanto más eficaz este remedio. Todos los profesores públicos de la Universidad de Viena y de las otras, o que en ellas tienen cargo de gobierno, si en las cosas tocantes a la religión católica tienen mala fama, deben, a nuestro entender, ser desposeídos de su cargo… Convendría que todos cuantos libros heréticos se hallasen, hecha diligente pesquisa…, fuesen quemados o llevados fuera de todas las provincias del reino. Otro tanto se diga de los libros de los herejes, aun cuando no sean heréticos, como los que tratan de gramática o retórica o de dialéctica de Melanchton, etc., que parece deberían ser de todo punto desechados en odio a la herejía de sus autores.» Carta de Ignacio de Loyola al padre Canisio (13 agosto 1554), en Obras completas. Editorial Católica, Madrid 1952, 882-883.” [COMBY, Jean, Para leer la Historia de la Iglesia 2, del S. XV al S. XX. Estrella, Editorial Verbo Divino, p. 33]
Continuará…
Edición y recopilación de textos: Gabriel Edgardo Llugdar para Diarios de la Iglesia – 2021