El Libre albedrío en los Padres de la Iglesia – Gregorio de Nisa

Gregorio de Nisa nació en Cesarea, en Capadocia, alrededor del año 335; hermano menor de Basilio Magno, que fue su guía, y su verdadero maestro. Gregorio se formó en la cultura de su tiempo asistiendo a buenas escuelas de retórica; pero, sobre todo, nutrió su mente con la sabiduría bíblica, que dada su particular capacidad especulativa, hizo de él uno de los mayores filósofos y teólogos del Oriente Cristiano. A la muerte del Emperador filoarriano Valente, volvió a su Sede como obispo de Nisa. Y desde aquel momento, de forma particular, tras la muerte de su hermano Basilio, su autoridad y fama crecieron de día en día. Desempeñó un papel importante, junto con Gregorio Nacianceno, en el Concilio de Constantinopla (381).

La Gran Catequesis tiene una originalidad propia: mientras que otras síntesis de este tipo estaban dirigidas en su mayoría a la enseñanza de los catecúmenos en las verdades fundamentales de la fe, la Gran Catequesis, en cambio, está dirigida a los «superiores eclesiásticos», a los maestros o «catequistas», que, en la Iglesia, tenían la misión de promover en los creyentes una adecuada formación relativa al patrimonio doctrinal de la tradición apostólica.

Leamos a continuación las enseñanzas de Gregorio, quien junto con su hermano Basilio y con Gregorio Nacianceno formaron lo que se conoce como los Padres Capadocios.

La Gran Catequesis

Introducción

«Los que se hallan al frente del misterio de la fe necesitan la doctrina catequética para que la Iglesia vaya multiplicándose con el aumento de las almas salvadas, haciendo llegar al oído de los infieles la auténtica doctrina»

El libre albedrío en la divinidad:

I.7. Por tanto, si el Verbo vive porque es la vida, también tiene en todo caso el libre albedrío, ya que ningún ser vivo carece de albedrío. Ahora bien, santo y bueno será considerar que lógicamente este libre albedrío es además poderoso, puesto que, de no reconocer el poder, habría que suponer necesariamente la impotencia. 8. Sin embargo, lo cierto es que nada hay más lejos del concepto de la divinidad que la impotencia. En efecto, respecto de la naturaleza divina no se admite la menor disonancia, sino que es absolutamente necesario convenir en que este poder del Verbo es tan grande como lo es su voluntad, y así evitar que en lo simple se considere cualquier mezcla y concurso de contrarios, pues en la misma voluntad se contemplarían la impotencia y el poder, si en unas cosas tuviera poder y en otras fuera impotente. Y como quiera que el libre albedrío del Verbo lo puede todo, no tiene en absoluto inclinación a mal alguno, puesto que la inclinación al mal es ajena a la naturaleza divina. Al contrario, quiere todo cuanto hay de bueno; y si lo quiere, lo puede absolutamente; y si lo puede, no se queda inactivo, sino que transforma en actos toda su voluntad de bien. 9. Ahora bien, el mundo es algo bueno, y todo cuanto hay en él está contemplado con sabiduría y con arte. Por consiguiente, todo es obra del Verbo; del Verbo que vive y subsiste, porque es el Verbo de Dios; y dotado de libre albedrío, porque vive: puede hacer todo lo que elige hacer, y elige todo lo que es absolutamente bueno y sabio, y cuanto lleve la marca de la excelencia.

El hombre creado a imagen de Dios

V.II. Así pues, este Verbo de Dios, esta Sabiduría, esta Potencia es, según nuestra lógica demostración, el Creador de la naturaleza humana. No que alguna necesidad le haya llevado a formar al hombre, sino que ha producido el nacimiento de tal criatura por sobreabundancia de amor. Efectivamente, era necesario que su luz no quedara invisible, ni su gloria sin testigos, ni su bondad sin provecho, ni inactivas todas las demás cualidades que contemplamos en la divinidad, de no haber existido quien participara de ellas y las disfrutara. 4. Por tanto, si el hombre nace para esto, para hacerse partícipe de los bienes divinos, necesariamente tiene que ser constituido de tal manera que pueda estar capacitado para participar de esos bienes. Efectivamente, lo mismo que el ojo participa de la luz gracias al brillo que le es propio por naturaleza, y gracias a ese poder innato atrae hacia sí lo que le es connatural, así también era necesario que en la naturaleza humana se mezclara algo emparentado con lo divino, de modo que, gracias a esa correspondencia, el deseo lo empujase hacia lo que le es familiar.

9. El que actualmente la vida humana esté desquiciada no es argumento bastante para defender que el hombre nunca poseyó esos bienes. Efectivamente, siendo el hombre como es obra de Dios, del mismo que por bondad hizo que este ser naciera, nadie en buena lógica podría ni sospechar que el mismo que tuvo por causa de su creación la bondad naciera entre males por culpa de su creador. Pero sí que hay otra causa de que ésta sea nuestra condición actual y de que estemos privados de bienes mejores. Efectivamente, quien creó al hombre para que participara de sus propios bienes e introdujo en la naturaleza del mismo los principios de todos sus atributos, para que gracias a ellos el hombre orientase su deseo al correspondiente atributo divino, en modo alguno le hubiera privado del mejor y más precioso de los bienes, quiero decir del favor de su independencia y de su libertad.
10. Porque, si alguna necesidad rigiese la vida del hombre, la imagen sería engañosa en esta parte, por haberla alterado la desemejanza respecto del modelo, pues, ¿cómo podría llamarse imagen de la naturaleza soberana la que está subyugada y esclavizada por ciertas necesidades? Pues bien, lo que en todo ha sido asemejado a la divinidad debía forzosamente ser también en su naturaleza libre e independiente, de modo que la participación de los bienes pudiera ser premio de la virtud. 11. Ninguna producción de mal tiene su principio en la voluntad de Dios, pues nada se le podría reprochar a la maldad si ella pudiera dar a Dios el título de creador y padre suyo. Sin embargo, de alguna manera el mal nace de dentro, producido por el libre albedrío, siempre que el alma se aparta del bien. 12. Por tanto, puesto que lo propio de la libertad es precisamente el escoger libremente lo deseado, Dios no es una causa de tus males, pues Él formó tu naturaleza independiente y sin trabas, sino tu imprudencia, que prefirió lo peor a lo mejor.

Dios no es el autor ni la cusa del mal

VII.3. […] toda maldad se caracteriza por la privación del bien, pues no existe por sí misma ni se la considera como substancia objetiva. Efectivamente, fuera del libre albedrío ningún mal existe en sí mismo, al contrario, si se llama así, es por la ausencia del bien. 4. Por consiguiente, Dios es ajeno a toda causalidad del mal, pues El es el Dios hacedor de lo que existe y no de lo que no existe: el que creó la vista y no la ceguera; el que inauguró la virtud y no la privación de la virtud; el que propuso a los que llevan vida virtuosa como premio de su buena elección el don de los bienes, sin someter a la naturaleza humana al yugo de su propia voluntad por vía de necesidad violenta, atrayéndola al bien aunque no lo quiera, como si fuera un objeto inanimado. Si cuando el sol resplandece límpido desde el claro cielo, cerramos voluntariamente los párpados y quedamos sin vista, no podemos culpar al sol de que no veamos.

VIII.3. Efectivamente, cuando por un libre movimiento de nuestro albedrío nos atrajimos la participación en el mal, mezclando el mal con nuestra naturaleza mediante cierto placer, como algo venenoso que sazona la miel, y por esta razón caímos de nuestra felicidad, que nosotros concebimos como ausencia de pasiones, nos vimos transformados en la maldad, esta es la razón de que el hombre, cual jarro de arcilla, y vuelva a disolverse en la tierra, para que, una vez separada la suciedad que en él se encierra ahora, sea remodelado mediante la resurrección en su forma del principio. 13. Porque realmente Dios conocía el futuro, y no impidió el impulso hacia lo hecho. Efectivamente, que el género humano se desviaría del bien, no lo ignoraba el que todo lo domina con su potencia cognoscitiva y ve por igual lo que viene y lo que pasó. 14. Sin embargo, lo mismo que contempló la desviación, así también observó su reanimación y vuelta al bien. Por tanto, ¿qué era mejor: no traer en absoluto nuestra naturaleza a la existencia, puesto que la futura creatura se desviaría del bien, o traerla y, ya enferma, reanimarla de nuevo por la penitencia y volverla a la gracia del principio?

XXI.1. […] el hombre está creado como imitación de la naturaleza divina y conserva esta semejanza con la divinidad mediante los demás bienes y el libre albedrío, aunque, por necesidad, es una naturaleza mudable. 

Los adversarios preguntan por qué no todos creen y son salvos

XXX.2. 2. Pero los adversarios, dejando de lado sus reproches al misterio acerca de este punto doctrinal, lo acusan de que la fe no haya llegado en su difusión a todos los hombres. ¿Por qué razón -dicen- la gracia no ha llegado a todos los hombres, sino que, junto a algunos que abrazaron la doctrina, queda una porción nada pequeña sin ella, bien porque Dios no quiso repartir a todos generosamente su beneficio, bien porque no pudo en absoluto? En ninguno de los dos casos está libre de reproche, pues ni es digno de Dios el no querer el bien, ni lo es el no poder hacerlo. Si, pues, la fe es un bien, ¿por qué-dicen- la gracia no llega a todos? 3. Pues bien, si en nuestra doctrina afirmásemos lo siguiente: que la voluntad divina distribuye por suertes la fe entre los hombres, y así unos son llamados, mientras otros no tienen parte en la llamada, entonces seria el momento oportuno para avanzar dicha acusación contra· el misterio. Pero, si la llamada se dirige por igual a todos, sin tener en cuenta la dignidad ni la edad ni las diferencias raciales (porque, si ya desde el comienzo de la predicación los servidores de la doctrina, por una inspiración divina hablaron a la vez las lenguas de todos los pueblos, fue para que nadie pudiera quedar sin participar de la enseñanza), ¿cómo, pues, podría alguien razonablemente acusar todavía a Dios de que su doctrina no se haya impuesto a todos? 

4. En realidad, el que tiene la libre disposición de todas las cosas, por un exceso de su aprecio por el hombre dejó también que algo estuviese bajo nuestra libre disposición, de lo cual únicamente es dueño cada uno. Es esto el libre albedrío, facultad exenta de esclavitud y libre, basada sobre la libertad de nuestra inteligencia. Por consiguiente, es más justo que la acusación de marras se traslade a los que no se dejaron conquistar por la fe, y no que recaiga sobre el que ha llamado para dar el asentimiento. 5. De hecho, cuando en los comienzos Pedro proclamó la doctrina delante de una numerosísima asamblea de judíos, y aceptaron la fe en la misma ocasión unos tres mil, los que no se habían dejado persuadir, aunque eran más que los que habían creído, no reprocharon al apóstol el no haberles convencido. No hubiera sido razonable, efectivamente, puesto que la gracia se había expuesto en común, que quien había desertado voluntariamente no se culpara a sí mismo, sino a otro, de su mala elección.

No existe una gracia irresistible

XXXI. 1. Pero ni siquiera frente a tales razones se quedan ellos sin replicar quisquillosamente. De hecho dicen que Dios, si lo quiere, puede arrastrar forzadamente a aceptar el mensaje divino incluso a los que se resisten. Pues bien, ¿dónde estaría en estos casos el libre albedrío? ¿Donde la virtud? ¿Dónde la alabanza de los que viven con rectitud? Porque sólo de los seres inanimados y de los irracionales es propio el dejarse llevar por el capricho de una voluntad ajena. La naturaleza racional e inteligente, por el contrario, si abdica de su libre albedrío, con él pierde también la gracia de la inteligencia, pues, ¿para qué se iba a servir de la mente, si el poder de elegir según el propio albedrío se halla en otro?

2. Ahora bien, si el libre albedrío quedase inactivo, la virtud desaparecería necesariamente, impedida por la inercia de la voluntad. Y si no hay virtud, la vida pierde su valor, se elimina la alabanza de los que viven rectamente, se peca impunemente y no se discierne lo que diferencia a las vidas. Porque, ¿quién podría todavía vituperar al libertino y alabar al virtuoso, como es de razón? La excusa que cada uno tiene a mano es ésta: ninguna decisión depende de nosotros, sino que un poder superior conduce a las voluntades humanas a lo que es capricho del amo.
Por tanto, no es culpa de la bondad divina el que la fe no nazca en todos, sino de la disposición de los que reciben el mensaje predicado.

El nuevo nacimiento no es por imposición

XXXIX. l. Efectivamente, los demás seres nacidos deben su existencia al impulso de sus progenitores, mientras que el nacimiento espiritual depende del libre albedrío del que nace. Pues bien, como quiera que en este último caso el peligro consiste en errar sobre lo que conviene, pues la elección es libre para todos, bueno sería, digo, que el que se lanza a realizar su propio nacimiento conozca de antemano, por la reflexión, a quién le será provechoso tener por padre, y de quién le será mejor constituir la naturaleza, pues se dice que en esta clase de nacimiento se escoge libremente a los padres. 2. Ahora bien, siendo así que los seres se dividen en dos partes, el elemento creado y el increado, y puesto que la naturaleza increada posee en sí misma la inmutabilidad y la estabilidad, mientras la creación está sujeta a alteración y a mudanza, el que reflexionando elige lo que es provechoso, ¿de quién preferirá ser hijo: de la naturaleza que contemplamos sujeta a mudanza, o del que posee una naturaleza inmutable, firme en el bien y siempre la misma?

3. Que aquí la mente del oyente se mantenga sobria y no se haga ella misma hija de una naturaleza inconsistente, puesto que le es posible hacer de la naturaleza inmutable y estable el principio de su propia vida.

Conclusión

XL. 8.  Por tanto, puesto que éstas son las realidades que se ofrecen a nuestra esperanza de la vida futura, las cuales son en la vida el resultado correspondiente al libre albedrío de cada uno en conformidad con el justo juicio de Dios, deber de hombres prudentes es mirar, no al presente, sino al futuro, echar en esta breve pasajera vida los cimientos de la dicha inefable, y y mediante la buena elección del albedrío, mantenerse ajenos a la experiencia del mal ahora, en esta vida, y después de esta vida, en la recompensa eterna.

Recopilación de textos– Gabriel Edgardo Llugdar – Diarios de Avivamientos 2020

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