La formación del canon bíblico según judíos, católicos y protestantes

Por Jean-Louis Ska, profesor de Antiguo Testamento en el Instituto Bíblico de Roma. Estudioso de la historia de la redacción del Pentateuco, es uno de los más reconocidos especialistas francófonos en el análisis narrativo de los relatos bíblicos.

«Lamentablemente, existe una cierta confusión en los debates sobre el canon bíblico. La palabra «canon» puede tener, en efecto, al menos dos significados diferentes:
   1) «Canon» significa «regla», «principio», «ley», «cuerpo de leyes» promulgado por una autoridad competente y aceptado como vinculante.
   2) En un segundo sentido, «canon» designa una lista oficial de libros reconocidos como autoridad fundamental para definir la identidad de la comunidad que los utiliza. Esta lista cerrada y definitiva constituye la Biblia auténtica para toda comunidad que reconoce en ella una autoridad vinculante en materia de doctrina y de comportamiento.

Cuando hablo del «canon» de la Biblia, uso el término en esta segunda acepción. El número de los libros que forman parte de la Biblia es fijo, como en todo canon literario. Además, este canon no es susceptible de cambio, porque se ha fijado de una vez para siempre. Alguien podría pensar que esta fue la situación del canon bíblico desde el comienzo, o casi, pero no es en modo alguno así. En el mundo cristiano, especialmente en el católico romano, el canon definitivo de la Escritura se fijó solamente en el Concilio de Trento (año 1546). Si bien es cierto que La primera lista oficial y completa de los libros que forman parte del canon que ha llegado hasta nosotros es la del Concilio de Cartago del año 397.

1. Los diversos cánones

Cada comunidad tiene su canon. El canon hebreo contiene, obviamente, solo aquello que para los cristianos se llama «Antiguo Testamento» y que los judíos llaman Tanak, un acrónimo formado por las primeras tres sílabas de tres palabras hebreas que designan las tres partes de la Biblia: Torá («Ley), Nebî’îm («Profetas») y Ketūbîm («Escritos»), 39 libros, todos escritos en hebreo o parcialmente en arameo.

El canon de los protestantes es más breve que el canon católico, porque contiene solamente treinta y nueve libros. En un empeño típico del Renacimiento, los protestantes quisieron regresar a la veritas hebraica, y, por esta razón, excluyeron del canon algunos libros del Antiguo Testamento que existen solamente en versión griega. En este aspecto, el Antiguo Testamento de los protestantes es idéntico al de los judíos. Solo divergen en el orden de los libros.

Los siete libros excluidos por los judíos y los protestantes son llamados deuterocanónicos [Palabra griega que significa «pertenecientes a un segundo canon»] por los católicos y apócrifos [«Apócrifo» significa en griego: «oculto», «secreto». Posteriormente, la palabra llegó a significar «inauténtico», «espurio», «falso»] por los protestantes. Se trata de los siguientes libros: Tobías, Judit, Sabiduría, Sirácida (Eclesiástico o Sirac), Baruc (más la Carta de Jeremías), 1 y 2 Macabeos, y las partes de Ester y de Daniel escritas en griego y presentes en la traducción griega de la Biblia llamada Setenta (LXX – Septuaginta) [El nombre «Setenta» procede de la llamada Carta de Aristeas. Esta carta contiene un relato legendario sobre el origen de la traducción griega de la Biblia en Alejandría, Egipto. El rey Tolomeo pidió traducir la Biblia para su biblioteca. Setenta traductores tradujeron toda la Biblia en setenta días, cada uno independientemente, pero, al acabar el trabajo, para asombro general, las setenta traducciones coincidían hasta en los detalles más pequeños].

El canon católico es más largo, con cuarenta y seis libros. El canon ortodoxo plantea un problema particular, porque ha fluctuado durante mucho tiempo. Después de la Reforma protestante, se produjo una tendencia a adoptar el canon breve del Antiguo Testamento, que es el de la Biblia hebrea. Por otra parte, los ortodoxos han seguido usando en su liturgia algunos libros excluidos del canon católico, como, por ejemplo, 2 Esdras o 3 Macabeos, a menudo llamados pseudoepigráficos. Aunque el hecho parezca curioso, las Iglesias ortodoxas no han tomado aún formalmente una decisión definitiva al respecto

2. El canon del Antiguo Testamento

Continúa siendo algo muy difícil determinar cuáles son los libros o los escritos más antiguos de la Biblia hebrea. Los especialistas debaten mucho sobre la datación porque no existen criterios seguros al respecto. En general, se recurre a criterios lingüísticos, al tipo de argumento tratado, a las ideas particulares y típicas de ciertas épocas a indicaciones internas como referencias a acontecimientos contemporáneos. Por cuanto concierne a este último criterio, se cita a menudo un texto del profeta Amós que menciona un «terremoto» (Am 1,1). Las profecías de Amós habrían sido pronunciadas «dos años antes del terremoto», que se produjo, según los especialistas, en torno al 760 a.C. (cf. Am 9,1; Zac 14,5). Por otra parte, el problema de la datación se complica mucho para la gran mayoría de los libros bíblicos porque fueron reelaborados varias veces en diversas épocas. Raramente tenemos a disposición el texto original y con mayor frecuencia poseemos sucesivas ediciones revisadas en las que se han combinado diversas fuentes y a menudo se encuentran interpoladas adiciones más tardías. Actualmente se piensa que las partes más antiguas de la Biblia hebrea difícilmente puedan remontarse a una época anterior al siglo VIII a.C. o, quizá, a la segunda parte del siglo IX. Solo en esta época existían en Israel las condiciones económicas y culturales necesarias para desarrollar una cultura de la escritura. No tenemos testimonios seguros de la existencia de una clase de escribas en las cortes reales de épocas anteriores ni contamos con materiales epigráficos.

El Segundo libro de los Macabeos (2 Mac 2,13), escrito hacia el 160 a.C., dice: «Además de estas cosas, en los documentos y en las memorias de Nehemías se narraba también cómo él, fundada una biblioteca, reunió los libros relativos a los reyes y los profetas, los escritos de David y las cartas de los reyes con respecto a las oblaciones votivas». Según este texto, Nehemías, que reconstruyó las murallas de Jerusalén después del exilio, hacia el 445 a.C., habría fundado también una biblioteca que contenía dos tipos de libros: crónicas sobre los reyes y los profetas, y textos legislativos de los reyes sobre el culto, en particular sobre ciertos tipos de oblaciones que había que ofrecer en el templo. Extrañamente, no se menciona de forma explícita la Ley de Moisés.

La Biblia hebrea existía antes de los manuscritos de Qumrán, redactados como mucho entre el 150 a.C., fecha de la fundación de la comunidad, y el 68 d.C., año de su destrucción. En Qumrán se han encontrado fragmentos más o menos importantes, en algunos casos rollos prácticamente enteros, de casi todos los libros del canon hebreo de la Biblia, excepto Ester. Este libro, en su versión hebrea más breve, es una obra completamente profana que no cita nunca el nombre de Dios. Además, el libro sirve, en la tradición judía, para legitimar una fiesta llamada en hebreo Purîm, que se corresponde con nuestro carnaval (cf. Est 9,20-32). Es probable que la rigurosa secta de los esenios no estuviera muy interesada en esta celebración. Por último, la biblioteca de Qumrán contenía copias de un cierto número de libros no canónicos, como los de los Jubileos y Henoc, como también diversos escritos de la misma secta. No hay indicios que permitan decir que los esenios de Qumrán hicieran diferencias esenciales entre estos escritos. Regía ciertamente un principio de selección, pero no puede hablarse de un canon cerrado en el sentido estricto de la palabra.

Las alusiones a la Escritura en los evangelios y en el resto del Nuevo Testamento son numerosas, pero remiten casi siempre a las primeras dos partes de la Biblia, es decir, a la ley y los profetas. En un solo texto del evangelio encontramos una expresión que alude a una posible división tripartita de la Biblia. Se trata de Lucas 24,44, donde Cristo resucitado explica a los discípulos reunidos «todo aquello que está escrito [sobre él] en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos».

El Nuevo Testamento, por tanto, conoce ciertamente una «Biblia» que contiene la Ley de Moisés (el Pentateuco) y una serie de libros proféticos, pero también el libro de los Salmos y otros diversos libros, una parte importante de los Escritos. No se sabe, sin embargo, con exactitud qué libros pertenecen a estas tres categorías. El Nuevo Testamento cita numerosos libros «canónicos» del futuro canon hebreo, pero también libros deuterocanónicos como Sirácida (Eclesiástico o Sirac), Sabiduría, 1-2 Macabeos, Tobías, e incluso escritos no canónicos, escritos probablemente populares en aquel tiempo y considerados como «autorizados» o «clásicos», como los Salmos de Salomón, 1-2 Esdras, 4 Macabeos, la Asunción de Moisés y Henoc. Es evidente que el canon de las Escrituras no se había fijado aún en la época de la redacción del Nuevo Testamento. Existen una serie de libros conocidos, cuya autoridad no se discute, pero las fronteras entre libros «canónicos» y libros «no canónicos» son todavía flexibles.

En los tratados del comentario jurídico de la Biblia hecho por los judíos en Babilonia y en Israel en el siglo IV d.C., (el Talmud) hay algunas menciones de los «Escritos». Otros tratados critican el libro del profeta Ezequiel, porque contiene instrucciones no conformes con las leyes del Pentateuco. Ya en esta época, por tanto, los rabinos confrontaban las diversas partes de la Biblia de las que disponían, en particular la ley y los profetas, dando precedencia a la ley.
Sin embargo, el canon no estaba aún establecido. El orden de los libros era todavía flexible y seguía discutiéndose la oportunidad de integrar algunos libros, como Proverbios, Eclesiastés, Ester y el Cantar de los Cantares. Ester y el Cantar no hablan casi nunca de Dios. El Cantar contiene cantos de amor profano y el libro de Eclesiastés es una larga meditación sobre la vanidad de las cosas que parece de vez en cuando impío e insolente. Los especialistas distinguen, sin embargo, entre las discusiones «doctas», que se desarrollan en los círculos restringidos de las escuelas rabínicas, y la recepción de los libros bíblicos en las comunidades de los fieles. Los debates atestiguan, según ellos, que los libros estaban en realidad ampliamente difundidos y aceptados en el mundo judío. De no ser así, los rabinos no habrían discutido sobre su «canonicidad», o, para ser más precisos, su carácter «sagrado» o «inspirado».

Los judíos hablan largo y tendido sobre los libros que deben admitirse en el canon, pero durante mucho tiempo no dicen nada, o casi nada, sobre los libros que deberían excluirse. De ahí que los especialistas afirmen que el canon no estaba aún totalmente cerrado en la época del Nuevo Testamento y que hay que esperar a comienzos del siglo III d.C. para llegar a decisiones claras al respecto. Tenemos una confirmación de este hecho en el Talmud, redactado a partir del siglo IV d.C. El cristianismo, por consiguiente, no recibió del judaísmo un «canon» ya fijado.

4. Canon breve y canon largo

Hemos visto hasta ahora que las discusiones sobre el canon se prolongan por mucho tiempo dentro del judaísmo, al menos hasta el siglo III, y tal vez incluso hasta el IV. Lo mismo cabe decir con respecto al cristianismo. En efecto, algunos personajes autoritativos preferían el canon breve (hebreo) al más largo que encontramos en los manuscritos de la traducción griega de los LXX. Entre los partidarios del canon breve (hebreo) encontramos algunos nombres famosos, como Melitón de Sardes, Orígenes, Cirilo de Jerusalén, Atanasio, Gregorio Nazianceno, Gregorio de Nisa, Epifanio, Rufino de Aquilea, Jerónimo, Gregorio Magno, Juan Damasceno, etc.

5. La formación del canon hebreo «breve»

Cuando se habla de la formación del canon hebreo de la Biblia es inevitable hablar de la academia de Yamnia o incluso del denominado «concilio de Yamnia». Las teorías al respecto son, no obstante, bastante divergentes. ¿De qué se trata? Yamnia es una pequeña localidad costera cercana al actual Tel Aviv, donde el famoso rabino Yohanan ben Zakkai decidió fundar una academia después de la destrucción de Jerusalén por el ejército romano en el 70 d.C. En aquel momento, Israel perdió por segunda vez el templo, uno de los símbolos más importantes de su identidad religiosa y nacional. Jerusalén misma había sido también destruida una segunda vez. Los judíos decidieron entonces que el único modo de sobrevivir a las crueles vicisitudes de la historia era la fidelidad a la Torá (Ley). El «libro» asumió, por consiguiente, el lugar del templo.

Yohanan ben Zakkai era un fariseo, y, por tanto, aceptaba entre los libros inspirados no solo la Torá, sino también los profetas anteriores y posteriores, y una serie de «escritos». Los fariseos, en contra de lo que se piensa, eran «progresistas» que procedían, en general, de las clases menos acomodadas de la población. Estaban más volcados hacia el futuro que hacia el pasado; eran también más abiertos que otros grupos, como el de los saduceos, miembros de las grandes familias sacerdotales de Jerusalén, a pesar de que la imagen un tanto caricaturesca que trazan los evangelios dé a menudo una impresión diversa. Por cuanto concierne al «canon», los fariseos afirmaban la existencia de una «ley oral» junto a la «Ley escrita», ley oral que se remontaba al mismo Moisés y que permitía adaptar la ley escrita a las circunstancias nuevas. Con toda probabilidad, ubicaban el origen de esta tradición oral en los libros proféticos y en los Escritos, y, por esta razón, los consideraban «inspirados». Además, el interés por cumplir la ley que, para los fariseos, era más importante que el culto, estaba confirmado por varios textos proféticos y por algunos textos sapienciales (cf., por ejemplo, Sal 1 y 119). 

La academia de Yamnia, por regresar a nuestro tema, se preocupó mucho del futuro de la comunidad judía. A menudo se habla al respecto de un «concilio de Yamnia», que tuvo lugar, quizá, hacia el 90 d.C. Las noticias sobre este supuesto «concilio», sin embargo, son escasas. Sería incluso mejor evitar hablar de un «concilio», porque las decisiones tomadas no tuvieron, en modo alguno, la fuerza de los decretos de un concilio similar a los organizados por las Iglesias cristianas.
La academia se estableció a continuación en Galilea, primero en Séforis, cerca de Nazaret, y luego en Tiberíades, después de la segunda revuelta de los judíos en el 131-135 d.C. y la segunda captura de Jerusalén por los romanos durante el reinado del emperador Adriano. Los judíos, en este período dramático, insisten mucho en la importancia de la ley y tienden a omitir un gran número de libros apocalípticos porque se habían convertido en peligrosos, especialmente después de las fallidas revueltas del 66-70 y del 131-135 d.C. Por otro lado, puede observarse una tendencia a no tomar en consideración los libros escritos después de Esdras o tras la reforma atribuida a él. Muchos de los escritos aceptados por los cristianos son, en cambio, posteriores a la presunta reforma de Esdras (entre el 450 y el 400 a.C.). No obstante, la fecha exacta importa poco. Resulta bastante claro que los judíos ven en los libros de Esdras y Nehemías una anticipación y una legitimación de su propia actividad.

El único libro posterior a Esdras que entró en el canon hebreo fue el de Daniel. Se escribió, probablemente, en arameo en una composición breve y posteriormente fue completado con una introducción y algunos capítulos conclusivos en hebreo. La razón de su inclusión no es totalmente clara. No obstante, parece que el libro, que describe sobre todo las condiciones de los judíos durante el exilio, fue considerado como una obra perteneciente a este período. Además, el libro contiene muchos relatos que no podían sino alentar a los judíos a permanecer fieles a la fe de sus antepasados, como, por ejemplo, el famoso episodio de los tres jóvenes arrojados al horno porque se oponían a adorar la escultura de oro de una divinidad pagana y que fueron salvados milagrosamente (Dn 3). Se trata, por consiguiente, de un libro particularmente adecuado para la situación de los judíos dispersados tras la caída de Jerusalén en el 70 d.C.

Debemos añadir, no obstante, que es necesario ser cautos en cuanto concierne a la formación del canon hebreo. Las comunidades judías y sus responsables incluían libros y excluían otros, por lo que carecemos de elementos seguros para poder decir que el canon breve de la Biblia hebrea hubiera sido fijado antes del siglo IV d.C.

7. Origen del canon largo de los cristianos

Una de las razones principales por las que los cristianos eligieron el canon más largo debe buscarse en la voluntad de mostrar el vínculo estrecho entre lo que rápidamente se convirtió para ellos en el Antiguo Testamento y los escritos del Nuevo Testamento. El vínculo estrecho entre Antiguo y Nuevo Testamento se traduce, en parte, en la voluntad de prolongar la historia de Israel hasta el nacimiento del cristianismo. Este motivo permite explicar, por ejemplo, la presencia, en el canon cristiano (de la iglesia primitiva) de libros como Tobías, Judit, 1-2 Macabeos, que crean un «puente» narrativo entre la reconstrucción del templo y la reforma de Esdras, por una parte, y el nacimiento de Jesucristo, por otra. Los libros sapienciales, como los del Sirácida ( Sirac) o de la Sabiduría, son de composición reciente. Integrarlos en el canon equivalía a afirmar que la inspiración no se había detenido con la reforma de Esdras, como aseveraban los judíos. Finalmente, debe recordarse que la Biblia usada por los cristianos fue, en la mayoría de las comunidades de la diáspora, la versión griega de los LXX (que contenía los deuterocanónicos). En las discusiones sobre el mesianismo y sobre el cumplimiento de las Escrituras en la persona y en la misión de Jesucristo, los cristianos partían del Antiguo Testamento a su disposición. Los judíos, en cambio, argumentaban a partir del texto hebreo y afirmaban vehementemente el valor superior de este sobre la traducción griega. Aceptar en el canon libros escritos en griego habría parecido una traición a la fe de los antepasados hebreos y una apertura indebida al mundo helenístico y pagano, aun cuando los judíos de aquella época no hablaran ya en hebreo, sino en arameo. Las polémicas entre judíos y cristianos durante los dos primeros siglos podrían explicar bastante bien algunas elecciones «tácticas» por una parte y por otra con respecto al canon. Dicho brevemente, los judíos preferían un canon no abierto hacia una futuro «cristiano», sino centrado en la fidelidad a un ideal de práctica de la ley que se remontaba a la reforma de Esdras.

8. El canon «breve» de las Iglesias protestantes

El canon más breve de las Iglesias protestantes se corresponde, por cuanto concierne a los libros del Antiguo Testamento, con el canon «breve» de la Biblia hebrea. Por consiguiente, se excluyen los libros deuterocanónicos, llamados «apócrifos» por los protestantes, libros escritos en griego o transmitido solo en la versión griega. Los motivos de esta exclusión son varios. Uno de ellos, no obstante, está claramente vinculado al espíritu del tiempo, es decir, al espíritu del Renacimiento. El humanismo renacentista quería ser, en gran medida, un retorno a los «orígenes», y, sobre todo, a la Antigüedad, previa a la Edad Media. Por esta razón, los humanistas quisieron encontrar la Biblia en su texto original y no más en las traducciones latinas, en particular la llamada Vulgata, obra de san Jerónimo, y excluyeron de su canon los libros no «originales», porque no estaban escritos en hebreo, sino en griego.
La razón de la exclusión es, por consiguiente, de tipo «literario» más bien que «doctrinal». Para los protestantes se trataba de recuperar la «Biblia auténtica» y «original», y abandonar la latina favorecida por toda la «tradición» medieval. De este modo, el lema de las Iglesias protestantes sola scriptura llegó a significar, por cuanto concierne al Antiguo Testamento, sola scriptura hebraica. En pocos casos añadieron los protestantes otros argumentos para justificar su elección. Por ejemplo, los libros de Judit y el Segundo libro de los Macabeos fueron criticados porque no eran «históricos». Actualmente se admite que muchos otros libros del canon no son «históricos», en el sentido actual de la palabra. Además, los católicos se apoyaban en 2 Mac 12,44-45 para justificar su doctrina del purgatorio. Hoy día se reconoce la dificultad de encontrar una justificación bíblica convincente de esta doctrina.

Diferencias entre la Tanak hebrea y el A.T. católico y protestante

 

9. De un Testamento al otro

Las Biblias cristianas eligieron organizar los libros en un orden diverso del de las Biblias hebreas.

La Biblia cristiana trata de resaltar, en lo posible, el vínculo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. También el modo de organizar los libros históricos, especialmente en la Biblias católicas, tiene como finalidad unir Antiguo y Nuevo Testamento en una historia en la que el Nuevo Testamento es el «cumplimiento» de lo que fue prometido y prefigurado en el Antiguo.

El canon más breve de las Iglesias protestantes podría tener como motivo adicional hacer más clara la separación entre Antiguo y Nuevo Testamento, porque el primero contiene ante todo la «Ley», mientras que el segundo proclama el evangelio que libera de esta Ley. La voluntad de oposición predomina sobre la idea de continuidad.

La versión griega de los LXX se distingue de las ediciones comunes de la Biblia porque coloca al final del Antiguo Testamento los doce profetas menores y después los cuatro mayores, es decir, Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. El último de los profetas es Daniel, con toda probabilidad porque contiene la famosa profecía del Hijo del hombre (Dn 7), aplicada a Jesucristo en el Nuevo Testamento.

Resumiendo. La organización y el orden de los libros en las diversas Biblias tienen un significado bien claro. En el mundo judío, la Biblia (Tanak) se centra en la Torá (Ley) y en el retorno a la ciudad de Jerusalén. En el mundo cristiano, en cambio, el Antiguo Testamento es más bien considerado como preparación de un evento, el que será descrito y explicado en el Nuevo.

Todos los textos anteriores han sido extraídos del libro:

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