El Papa Alejandro VI – sexo, dinero y poder en la Iglesia del Renacimiento

Historia del papado - Diarios de Avivamientos

«El Renacimiento supone el rechazo a lo divino en nombre de lo humano, una reacción contra el misticismo medieval, una vuelta al paganismo; es el período durante el cual la humanidad, debido a una súbita inspiración, consigue su perfección que dura un instante y ya no volverá»[1]Aunque lo justo sería reconocer que el Renacimiento no fue una ruptura con el Medioevo, sino una continuidad que dio lugar a diversidades: la diversidad dentro de la continuidad. En la Edad Media hay un fuerte empuje hacia la fuga del mundo, la renuncia a los valores terrenos. Existe en ella «la tendencia a subordinar directa o indirectamente a la religión todas las actividades humanas como si éstas no tuviesen otro fin inmediato que el de favorecer la difusión y el desarrollo del cristianismo. Historia, arte, filosofía, política… aparecen normalmente concebidas y apoyadas sólo en función de la Iglesia… Y aun así, también en el Medievo se dieron algunas posturas equilibradas que trataron, y hasta lo consiguieron, equilibrar lo humano y lo divino. Por ejemplo, santo Tomás reconoce la bondad intrínseca de todo ser, la verdadera causalidad propia de cada ente, la absoluta dignidad de la persona humana… El Renacimiento reacciona contra las dos primeras tendencias: la fuga del mundo y la subordinación directa de todo a la religión; se afirma en la tercera posición reconociendo la necesidad de una autonomía real de las actividades humanas con su racionalidad específica intrínseca, pero termina por extremar esta autonomía y tiende a convertirla en independencia y separación… tiende, a la vez, a desechar cualquier elemento sobrenatural, cualquier causa trascendente»[2].

Por otra parte, en el Renacimiento, «El Estado no sólo ratifica su propia soberanía independientemente de cualquier investidura pontificia, sino que se siente libre de cualquier norma moral trascendente, es «obra de arte», es decir, creación exclusivamente humana, inspirada en normas humanas, dirigida a objetivos terrenales (cf. Maquiavelo, El Principe[3]. Y el hombre, a su vez, quiere afirmar su personalidad, desea emanciparse de todo lo que le condicione exteriormente, ya no se guiará exclusivamente por lo que es o no pecado. «Al igual que Dios, quiere el hombre estar en todas partes, mide el cielo y la tierra y escruta la sombría profundidad del Tártaro. No le parece demasiado alto el cielo ni harto profundo el centro de la tierra…, no hay límite que le parezca suficiente» (Marsilio Ficino).

«En resumidas cuentas, que tanto el Renacimiento como su aspecto literario (Humanismo) no pueden ser considerados como intrínsecamente paganos, naturalistas, inmanentistas, como se ha dicho a menudo… No se elimina lo sobrenatural, pero sí que pasa a segundo plano; no se niega la autoridad de la Iglesia, pero la acentuación del espíritu crítico empuja a la desconfianza hacia ella; la polémica antieclesiástica contra la Curia, el clero secular y regular, disminuye el prestigio de la Iglesia. En este sentido y dentro de estos límites, el espíritu del Renacimiento, le prepara el terreno, por lo menos en Italia, y le facilita el camino a la Reforma Protestante»[4].

 

La Iglesia y el Renacimiento.

La Iglesia no siempre logra mantener el equilibrio entre involucrarse entre los intereses comunes de la sociedad pero sin ser arrastrada por ellos. «En la Edad Media desarrolla la Iglesia una función moderadora, defiende la paz mediante diversas instituciones, trata de encauzar hacia fines honestos la tendencia entonces tan corriente hacia la violencia; pero la Iglesia se implica, a la vez, en el sistema feudal y acaba por claudicar ante los intereses temporales. En el Renacimiento pretende el papado, y con éxito, convertirse en guía del floreciente movimiento artístico, atraer al servicio de la religión la pasión por la belleza que constituye el ideal de la época. Pero tampoco en esta ocasión consigue la jerarquía mantener el equilibrio, no se opone a los aspectos negativos del Humanismo y del Renacimiento, tolera dentro de la misma Curia abusos peligrosos y, absorbida por las preocupaciones artísticas y literarias, olvida la reformatio in capite et in membris (reforma en la cabeza y en los miembros) tan ardientemente reclamada por los fieles por lo menos a partir del concilio de Constanza. Y lo que es peor, la misma moralidad de la Curia romana deja a menudo mucho que desear. Por eso la época del Renacimiento, al menos después de la muerte de Pablo II en 1471, y a pesar de sus apariencias espléndidas, constituye uno de los períodos más oscuros del papado: al brillo cultural y civil se contrapone la falta de un auténtico espíritu religioso en el vértice de la jerarquía eclesiástica»[5].

Mientras tanto la Curia vivía en medio de un lujo fastuoso: cada cardenal tenía su corte suntuosa con villas y palacios dentro y fuera de Roma. Este tenor de vida exigía fuertes gastos que se pagaban recurriendo a soluciones diversas: acumulación de beneficios (los cardenales ostentaban el gobierno a veces de varias diócesis, de las que habitualmente estaban ausentes); venta de cargos, que llegó al colmo en tiempos de Inocencio VIII; aumento de tasas; concesión de indulgencias con ánimo de lucro.  En Roma se decía sarcásticamente: «El Señor no quiere la muerte del pecador, sino que viva y pague».

Inocencio VIII: «Fue el primero entre los papas en lucir en público sus hijos e hijas, el primero en concertar sus bodas, el primero en celebrar domésticos himeneos. Y ¡ojalá que, así como no había tenido en ello predecesores, no hubiese tenido tampoco imitadores»[6].

«El nepotismo no sólo rebajó el prestigio religioso del Papa, sino que dañó incluso políticamente su autoridad al serles confiados a hombres incapaces cargos de primordial importancia y al posponer los intereses del Estado a los de una familia. Suele aducirse como atenuante la necesidad en que se encontraban los pontífices de rodearse de personas de fidelidad probada, cosa que sólo encontraban entre sus parientes más cercanos, ya que no existía en el Estado pontificio una tradición dinástica y con frecuencia desconocían el ambiente que les rodeaba, del que la mayoría de las veces habían permanecido ajenos. Se aduce también la edad avanzada de muchos de los papas, el fuerte poder de los cardenales y de los curiales, las luchas entre las poderosas familias romanas. Todo esto podría ser un atenuante, pero nunca una justificación del sistema, ni siquiera desde un punto de vista meramente histórico: en pocas palabras, el nepotismo tal y como fue cultivado no aumentó, sino que debilitó la autoridad de los papas»[7].

Papa Alejando VI

«Alejandro vende llaves, altares, y a Cristo;

Es su derecho vender lo que ha comprado antes»

 

«Elegante en sus comportamientos, versado en el derecho, y hábil en los negocios políticos y en la administración de la curia, fue víctima de una gran sensualidad y del excesivo amor por los hijos que tuvo de diferentes mujeres. En los años 1462-1471 nacieron Pedro Luis (nombrado duque de Gandía por Fernando el Católico), Jerónima e Isabel de madre desconocida. De Vannozza de Catanci tuvo los cuatro más célebres: César, Juan, Jofre y Lucrecia; siendo papa tuvo a Juan Borja, duque de Camerino, y a Rodrigo, de madre desconocida. Durante algunos años de su pontificado mantuvo relaciones con Julia Farnese, aunque no tuvieron hijos. Sin embargo, no se debe olvidar que sus contemporáneos daban escasa importancia a los comportamientos inmorales de los altos eclesiásticos y al hecho de que tuvieran hijos.[8]»

«El 11 de agosto de 1492 Rodrigo Borgia [o Borja] obtuvo finalmente la tiara papal. Eso sí, tras previo pago de los más de 80.000 ducados que tuvo que desembolsar para comprar los votos que le otorgarían el poder absoluto. Tomó el nombre de Alejandro VI, en recuerdo a su admirado Alejandro Magno. Al día siguiente a su coronación celebró una lujosa ceremonia digna del más poderoso emperador romano, y aquello era simplemente una muestra de lo que era capaz de realizar.»[9]

«La elección de 1492 fue con toda probabilidad simoníaca, como lo prueban numerosos informes diplomáticos y la ley promulgada por el sucesor de Alejandro, Julio II, que invalidaba tal género de elecciones. Una vez más la falta de certeza absoluta sobre este punto no varía el juicio sobre la venalidad que por aquel entonces reinaba en la Curia y en el colegio cardenalicio»[10].

«Se discute y se discutirá todavía en torno a este singular pontífice. Quede bien claro, no obstante, que las polémicas versan sobre aspectos marginales de su personalidad, ya que cuanto se sabe con certeza es más que suficiente para poder pronunciar sobre él el más severo juicio negativo y para echar una sombra dolorosa sobre el colegio cardenalicio que le eligió en agosto de 1492, los mismos días en que Colón zarpaba del puerto de Palos… Es cosa cierta que Rodrigo Borja, sacerdote y cardenal, tuvo de Vannozza de Cattaneis cuatro hijos (César, llamado más tarde el Valenciano; Juan, duque de Gandía; Jofré y Lucrecia) y otros tres de mujeres ignoradas. Después de ser Papa tuvo otros dos hijos, Juan y Rodrigo, el último de los cuales nació en los postreros días de su vida o, incluso, después de su muerte. La paternidad borgiana de los nueve está atestiguada por documentos contemporáneos indiscutibles, bien conocidos y citados por los especialistas[11]. El Papa, lejos de ocultar sus hazañas, les dio amplia notoriedad favoreciendo a su familia con un nepotismo desenfrenado. Su hijo César fue nombrado cardenal ¡a los dieciséis años! En la Curia se respiraba una atmósfera completamente mundana entre fiestas, bailes y banquetes, que degeneraban a veces  en verdaderas orgías[12]. En el Vaticano se denominaba a los hijos del Papa con un expresivo circunloquio: “sobrinos de un hermano del Papa”»[13].

«Los historiadores poseen una inmejorable fuente de información sobre éste y la vida de la época gracias al diario que, entre 1483 y 1508, escribió Juan Burchard, maestro de ceremonias de la casa del pontífice. Gracias a sus páginas se ha hecho célebre un episodio que ha ayudado en buena medida a alimentar la nefasta leyenda de Alejandro VI y los Borgia en general. En el diario de Burchard se lee que, durante la noche del 31 de octubre de 1501, se celebró una impresionante orgía en la que participaron el Papa, sus hijos Lucrecia y Cesar, y otros familiares. Imagínese el lector la increíble escena: cincuenta prostitutas, procedentes de los mejores burdeles romanos, bailaban desnudas para regocijo de todos los presentes. Se celebraron «concursos» que premiaban la potencia sexual de los participantes, que competían por ver quién lograba satisfacer a más meretrices. Estas también competían, según el relato de Burchard, en una singular pugna que consistía en coger castañas del suelo sin usar las manos ni la boca y estando, por supuesto, totalmente desnudas»[14].

Siendo Pontífice, Alejandro tuvo una famosa amante, Julia Farnese «la bella», a la que algunos no dudaron en llamar sarcásticamente la “esposa de Cristo”. Un hermano de la amante, Alejandro Farnese, fue premiado por el Papa con el cargo de cardenal, y posteriormente llegaría a ser Papa con el nombre de Pablo III.

«En la noche del 14 al 15 de junio de 1497, Juan Borja duque de Gandía y capitán general de la Iglesia, probablemente el hijo predilecto de Alejando VI, fue asesinado y arrojado al Tíber. El papa quedó conmocionado y pareció por un momento que estaba dispuesto a cambiar de vida. En el consistorio del día 19, ante cardenales y embajadores, Alejandro expresó su dolor de forma patética, señalando que era consciente de haber irritado al cielo por su mala reputación y la de su familia, y declaró que quería pedir perdón y corregir su conducta procediendo a la reforma de la Iglesia. Esto mismo anunció a los príncipes de la cristiandad: iba a reformar con prontitud y sinceridad la Iglesia y el Vaticano. La comisión de reforma, compuesta por seis cardenales y presidida por el papa, después de consultar los proyectos de reforma de los papas precedentes elaboró una bula que reorganizaba la liturgia, reprimía la simonía y la alienación de los bienes eclesiásticos y reglamentaba la colación de los obispados. Ningún cardenal debería poseer más de un obispado, ni beneficios que reportasen más de 6.000 ducados. Se les prohibía participar en las diversiones mundanas, tales como el teatro, los torneos y los juegos del carnaval. No debían emplear a muchachos jóvenes ni adolescentes como ayudas de cámara. Debían residir en la Curia y ser austeros en sus gastos, incluidos los propios de la sepultura. No mantendrían concubinas. La bula señalaba que se reprimirían con severidad los abusos más comunes, muchos de los cuales se describen. Por desgracia, esta bula no vio la luz del día, y Alejandro volvió al poco tiempo a su modo de vida habitual. Su sensualidad, hedonismo y frivolidad se impusieron al convencimiento de que no actuaba de acuerdo a las exigencias de su cargo. ¿Influyó en este cambio la duda, o la certidumbre, de que su otro hijo César estaba detrás de la muerte de Juan?»[15].

«El papa acosado por el dolor, por la reflexión y por las invectivas de Savonarola (1452-1498) contra los desórdenes del pontificado romano, planeó una reforma de la Iglesia que de haberse puesto en práctica hubiera podido impedir peligros futuros a la Iglesia. Pero la bula de reforma no llegó a publicarse»[16].

«Estos escandalosos favoritismos no escaparon a la crítica. En 1494, el cardenal Giuliano della Rovere tuvo que pedir asilo y ayuda en la corte de Carlos VIII, rey de Francia, tras haber encabezado una oposición contra Alejandro VI por este motivo. Aquel fue el comienzo de una alianza entre Della Rovere, Ludovico Sforza -regente de Milán- y el monarca francés en un intento de derrocar al papa Borgia. Sus intenciones pasaban, además, por atacar Nápoles y recuperar así el trono perdido por los Anjou. El monarca francés, que según todas las crónicas no contaba con muchas luces, accedió encantado. Pero no contaban con la inteligencia de Alejandro VI. Viéndose en peligro y tras comprobar que ninguna monarquía cristiana pensaba acudir en su ayuda, el Papa pidió ayuda al sultán Bayaceto, quien irónicamente era su enemigo. Parecía una idea descabellada, pero el Borgia contaba con una baza importante: todavía custodiaba a Djem, el hermano de Bayaceto prisionero de varios papas a cambio de dinero, y que suponía un peligro para el poder del sultán. Así que Alejandro tramó una enorme -pero efectiva- mentira. Explicó al sultán que el ejército dirigido por el rey francés tenía como objetivo final liberar a Djem y alzarlo en el trono. El Papa le pidió que convocara a las tropas de sus amigos venecianos y, de paso, que le enviara los 40.000 ducados que le debía. Pero Alejandro no esperaba la respuesta que le llegó a través del emisario del sultán: le pagaría 300.000 ducados -y no 40.000-, pero era más cómodo matar a Djem y dejarse de guerras inútiles. La tragedia parecía inevitable, mientras las tropas francesas avanzaban hacia la Ciudad Eterna. Finalmente las tropas enemigas entraron en Roma el último día del año 1494. El papa se refugió en la fortaleza de Sant’ Angelo -ya habitual en este tipo de situaciones-, llevándose con él a Djem. Y dieron comienzo las negociaciones… Aunque parezca increíble, Alejandro VI salió bien parado. Carlos se conformó con exigir un puesto de cardenal para uno de sus colaboradores, la custodia de Djem y la entrega de César Borgia como muestra de buena voluntad. Al final el papa Borgia tuvo tanta suerte que el rey francés tuvo que contentarse con llevarse a César. Bueno, en realidad ni siquiera eso… Cuando acababa de salir de Roma, el hijo del Papa se escapó y no pudieron atraparle. En cuanto a Djem, el pobre perdió la vida en extrañas circunstancias. Según el maestro de ceremonias papal, John Burchard, “de algo que comió a pesar suyo”»[17].

Jerónimo Savonarola

«El dominico Savonarola, fraile que con sus palabras de fuego era capaz de enardecer a las masas florentinas, atacó repetidamente la vida y la figura de Inocencio VIII y, después, del papa Borgia. Pretendía este fraile, prior del convento de San Marcos, purificar las costumbres y la experiencia religiosa de los creyentes, y juzgaba que la Curia Romana en su conjunto constituía la fuente de todos los males que sufría la Iglesia. Alejandro no sólo rechazaba con desdén los ataques personales de Savonarola, sino que consideraba que su exaltación del rey francés Carlos VIII, al que el dominico consideraba el nuevo Ciro capaz de regenerar Florencia y a la misma iglesia, representaba el mayor obstáculo para su política contra el rey francés, por lo que le prohibió predicar. Savonarola obedeció en un principio, pero subió de nuevo al púlpito y lanzó violentas soflamas contra los vicios de «Babilonia», es decir, Roma. El despotismo de Piero de Medici había alienado a los ciudadanos de Florencia, y ahora las incendiarias prédicas del dominico habían sumido al pueblo de Florencia en un clamor de reforma. «Señor, ¿por qué duermes? Levántate y ven a librar a la Iglesia de las manos de los diablos, de las manos de los tiranos, de las manos de los malos prelados», gemía el dominico… El papa lo excomulgó, pero el fraile no lo tuvo en cuenta, argumentando que había que obedecer antes a Dios que a una excomunión inválida, fundada en motivos falsos. Alejandro exigió a la Señoría la prisión de Savonarola, amenazando con el interdicto si no lo hacía. Fray Jerónimo pidió a las naciones católicas la convocatoria de un concilio en el que se debería deponer al pontífice simoníaco, hereje e infiel, pero tras un periodo de gloria y fervor popular, Savonarola fue abandonado por los poderosos y por el pueblo que tanto le había admirado. En el proceso contra el dominico, fruto también de sus peligrosas incursiones políticas, pero que fue conducido con métodos escandalosos, tomaron parte en el último momento dos comisarios papales, quienes pretendieron no sólo condenarle a muerte, sino también privarle de la vida eterna. «De la militante solamente. La otra no es de tu jurisdicción», le corrigió Savonarola con dulzura. Condenado a muerte, el fraile fue degradado, colgado y quemado. La historia ha confrontado con frecuencia el estilo de vida y la experiencia cristiana de ambos adversarios, con innegable simpatía por el dominico»[18].

«El papa Borja hubo de afrontar un duro conflicto para doblegar la resistencia de Jerónimo Savonarola, que desde el pulpito de San Marcos, de Florencia, lanzaba sus invectivas contra el pontífice y apelaba a un concilio. La lucha terminó con la excomunión de Savonarola, su proceso, ejecución y cremación de su cadáver en la hoguera. El dominico, aunque distinguía entre la persona de Alejandro y su dignidad, obró sin el menor equilibrio, tanto en su facilidad para pronunciar profecías de origen muy dudoso, o en su sentido rigorista al promover la reforma en Florencia, animando a los hijos para que denunciasen a sus padres, o por haber confundida religión y política, terminando por imponer en la ciudad un régimen teocrático parecido al que más tarde instauraría Calvino en Ginebra. Fueron precisamente estos excesos los que debilitaron la eficacia de su acción reformadora, comprometida, por otra parte, por la abierta desobediencia al Papa, que contribuyó a desacreditar aún más a la sede de Roma»[19].

 

El Pontificado de Alejando VI, política y arte.

Alejandro VI – El Papa Borgia

 

«La actividad religiosa del Papa fue realmente tenue y los problemas de la Reforma fueron examinados alguna vez que otra, pero quedó todo en el papel. Los comienzos de la expansión misionera en América hay que atribuirlos más al celo de los Reyes Católicos que a la iniciativa del Papa, que intervino en este asunto más que nada para dividir los nuevos descubrimientos entre España y Portugal (tratado de Tordesillas de 1494, de cuyo fundamento jurídico se discute todavía). El jubileo de 1500 tuvo fines no exclusivamente espirituales, y la creación de cardenales fue objeto de vergonzosos tratos económicos… Al mismo tiempo, el hijo del Papa, César, emprendía una lucha despiadada contra los pocos feudatarios que aún quedaban, deshaciéndose de sus enemigos con frecuentes asesinatos políticos. Iba a nacer así en el centro de la península un fuerte Estado centralizado, pero ¿se trataba de un Estado de la Iglesia o de un Estado de los Borja? En otras palabras, ¿se servía Alejandro VI de la habilidad y de la crueldad de su hijo para impulsar aquel proceso político, típico del comienzo de la Edad Moderna, al que antes hemos aludido, reforzando la estructura del Estado de la Iglesia, o entregaba a su familia no ya ciudades o pequeños feudos, como Sixto IV e Inocencio VIII, sino casi todo el Estado, poniendo a sus sucesores ante el dilema de ser súbditos de los Borja o de combatir contra ellos hasta aniquilarlos para poder ser dueños de su propia casa? La segunda hipótesis parece más verosímil. En cualquier caso, César, que por lo demás dependía sustancialmente del Rey de Francia, vio hundirse súbitamente todos sus afanes a la muerte de su padre, ocurrida antes de que él consiguiese consolidar sus conquistas. Tras haber vuelto a España, murió cinco años después en una escaramuza en Navarra»[20].

«Tampoco le temblaba la mano al pontífice a la hora de encarcelar, torturar e incluso asesinar a cualquier cardenal o noble que se interpusiese en su camino y que, sobre todo, tuviera algo que él quisiese poseer. Como es lógico, no tardó en surgir un sentimiento de odio y desprecio hacia toda la familia, y se produjeron levantamientos populares en su contra. Incluso los Orsini y los Colonna, dos clanes de la nobleza romana que habían sido tradicionalmente enemigos, pactaron con el fin de acabar con el poder de la terrible familia. Como forma de protección, el papa Borgia decidió que lo mejor era fortalecer el poder de la familia emparentando a sus hijos. Así, invalidó el matrimonio de Lucrecia con Sforza y la casó de nuevo con un hijo del rey de Nápoles, Alfonso II. También hizo que su hijo César renunciase a su puesto cardenalicio para casarse con Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra. De este modo se ganó también el apoyo de la monarquía francesa. Llenas las arcas pontificias con las indulgencias vendidas a los peregrinos que acudieron en masa al jubileo romano de 1500, y con la venta de los puestos cardenalicios, César -convertido en gonfalonero, capitán general de las tropas pontificias- y su padre organizaron un poderoso ejército. Paralelamente, el vástago aventajado de los Borgia asesinó al marido de su hermana Lucrecia, dejándole el camino libre para casarse de nuevo. Con ayuda de las tropas francesas, el ejército comandado por Alejandro VI y su hijo César derrotó a los hombres de la familia Colonna. Más tarde la hija del Papa se casaría con Alfonso d’Este, enojando a la otra familia en conflicto con los Borgia, el clan de los Orsini, quienes comenzaron a urdir una nueva trama para acabar con Alejandro VI. Sin embargo nada de esto sirvió. El papa Borgia encarceló al cardenal Orsini, se quedó con todas sus posesiones y ordenó que le ejecutaran»[21].

«De las obras realizadas en Roma por encargo suyo recordamos las estancias Borgia, que él eligió como su habitación en el Vaticano y que Pinturicchio, su pintor favorito, decoró entre 1492 y 1495 con espléndidos artesonados y pinturas que representan episodios de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos. En todas partes está representado el toro, escudo de los Borja, y los miembros de su familia. En los frescos, varios santos y mártires y diversas figuras históricas aparecen con los rostros de distintos miembros de la familia Borja: Lucrecia, en el cuerpo de una rubia y esbelta santa Catalina; César, como un emperador sobre trueno dorado; y Jofre como un querubín. En otras salas Pinturicchio pintó un sereno retrato de la Virgen, la figura favorita de Alejandro, usando a Julia Farnese (su amante) como modelo. En el Salón de la Fe, de mil metros cuadrados de superficie, los techos abovedados albergaban magníficos frescos de los evangelistas con el rostro de Alejandro, de César, de Juan y de Jofre. En la basílica liberiana mandó construir el magnífico artesonado, dorado con el primer oro llegado de América»[22].

 

El final de Alejandro VI

El Papa Alejandro VI «Murió el 18 de agosto de 1503. Sepultado provisionalmente en Santa María delle Febri, junto al Vaticano, no llegó a tener el mausoleo que Paulo III [Alejandro Farnese –el hermano de la amante del Papa] deseaba se le erigiese en Roma. En 1610 sus restos y los de su tío Calixto III fueron trasladados a Santa María de Montserrat, iglesia de la corona de Aragón en Roma, pero sólo en 1889 se les erigió una tumba en ella»[23]

«La historia oficial de la Iglesia asegura que el Sumo Pontífice, Alejandro VI, murió el 18 de agosto de 1503 a consecuencia de unas fortísimas fiebres producidas por la malaria. Sin embargo, son muchas las fuentes que, por el contrario, defienden que su muerte se produjo por envenenamiento. El hecho de que su hijo César enfermara al mismo tiempo y el estado que presentaba el cadáver poco después de su muerte parecen dar la razón a los que defienden la teoría del asesinato. Si fue así, Borgia podría haber muerto víctima de la caníarella, el célebre veneno que su familia y él mismo pusieron de moda»[24].

«Cuando José Joaquín Puig de la Bellacasa, probablemente el mejor embajador español ante la Santa Sede en la época contemporánea, presentó las cartas credenciales al papa Juan Pablo II, le comentó que era el primer papa extranjero después de dos papas relacionados con España: Adriano VI y Alejandro VI. Al citarle a este último, Juan Pablo II le comentó: “No fue muy edificante”… No fue edificante, en verdad, este papa, aunque todavía hoy resulte difícil distinguir entre los datos objetivos y la feroz leyenda negra que le persiguió a él y a sus hijos, pero no cabe duda de que ha quedado en la historia no sólo por sus deslices morales, sino también porque representa como pocos los vicios, la falta de valores y las características del Renacimiento»[25].

Recopilación: Gabriel Edgardo Llugdar – Diarios de Avivamientos 2020

[1] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 74

[2] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 75-77

[3] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 77

[4] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 78-79

[5] Ídem, p. 80

[6] Gil de Viterbo, de su obra Historia viginti saeculorum

[7] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 83-84

[8] PAREDES, Javier. Diccionario de los Papas y Concilios.  Autorizado por la Conferencia Episcopal Española con la firma de Antonio María Rouco Várela, Cardenal-arzobispo de Madrid, 25 de marzo de 1998. Edit. Ariel

[9] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[10] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 88-89

[11] Se trata de bulas pontificias con las que se legitima a Rodrigo, Juan y otros hijos o que se refieren a ellos en cuestiones de herencia: en ellas aparecen expresiones como éstas: de Romano Pontífice genitus et soluta.

No parece conforme a la sana crítica poner en duda la autenticidad o el valor de estas bulas incluso preguntándose (¿en serio o por prejuicios?) en qué testimonios pudiera fundarse León X para afirmar la paternidad borgiana de Rodrigo (BAC, III, p. 429). El epígrafe sepulcral de Vannozza de Cattaneis se conserva en el pórtico de la basílica de San Marcos, en Roma.

[12] Burckard (Joannis Burckardi, Líber Notarum, editado por E. Celani, Rerum Italicarum Scriptores, XXXII (Cittá di Castello 1906-1942, II, p. 303; cf. también p. 304) describe con detalles y frialdad deliberada una de estas cincuenta orgías que tuvo lugar en el Vaticano el 31-10-1501 en presencia de unas cortesanas que aquella misma noche fueron premiadas por el Papa por su comportamiento para con los participantes en la fiesta al margen de cualquier freno moral. Esta narración es digna de crédito según muchos historiadores. El que ocurriesen episodios parecidos a éste en otras cortes del Renacimiento no resta gravedad en absoluto al hecho.

[13] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 85-87

[14] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[15] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

[16] PAREDES, Javier. Diccionario de los Papas y Concilios.  Autorizado por la Conferencia Episcopal Española con la firma de Antonio María Rouco Várela, Cardenal-arzobispo de Madrid, 25 de marzo de 1998. Edit. Ariel

[17] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[18] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

[19] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 90-91.

 

[20] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 89-90.

[21] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[22] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

[23] PAREDES, Javier. Diccionario de los Papas y Concilios.  Autorizado por la Conferencia Episcopal Española con la firma de Antonio María Rouco Várela, Cardenal-arzobispo de Madrid, 25 de marzo de 1998. Edit. Ariel

[24] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[25] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

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