El sermón que todo calvinista prefiere ignorar

Juan Crisóstomo (344-407). Nació y creció en Antioquía. En el 398 fue proclamado obispo de Constantinopla, fue conocido posteriormente como Crisóstomo “boca de oro” por su fama de extraordinario predicador. Fue un gran teólogo, de los más influyentes en la iglesia de habla griega, por su celo reformador sufrió persecución, murió camino al exilio. Después de su muerte su fama creció en todo el mundo cristiano, siendo uno de los Padres de la Iglesia más admirado por su ortodoxia. Sus sermones son fuente de doctrina segura y consuelo pastoral para todo creyente.

Sermones sobre el Evangelio de san Juan, Sermón X

Juan 1:11  A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.

«Hermanos queridísimos: siendo Dios generoso y benéfico, hace todo y recurre a cualquier medio para que en nosotros brille la virtud. Y, aunque desea que entremos a formar parte de la jerarquía de los elegidos, a nadie constriñe por fuerza, sino que mediante la persuasión y los beneficios, invita y atrae hasta sí a todos voluntariamente. Por esta razón, cuando habitó entre nosotros, algunos lo acogieron y lo rechazaron otros.

Él no quiso tener servidores a su pesar o movidos por la necesidad. Quiere que cada cual acuda a Él libremente y por una libre elección y que le esté agradecido y reconocido por el honor de estar a su servicio. Cuando los hombres tienen necesidad de servirse de sus esclavos, les obligan, contra su voluntad, a someterse a la dura ley de la esclavitud. Dios, sin embargo, no teniendo necesidad de nadie por no estar sometido a ninguna de las necesidades a las que se ven los hombres expuestos, todo lo obra atendiendo exclusivamente a nuestra salvación, si bien quiere que ésta, en último término, dependa de nuestra libre voluntad. Por eso no ejerce violencia o presión contra quienes lo rechazan. Su única mira es favorecernos. Y Él no considera que nos beneficie ser forzados a hacer lo que no queremos.

Entonces -dirá tal vez alguno-, ¿por qué castiga a quienes no quieren servirlo y amenaza con el infierno a los que no cumplen sus mandamientos? Porque, siendo bueno como es, constantemente se preocupa de nosotros, aun de quienes no lo obedecen. Por más que le rechacemos o huyamos de Él, Él nunca se aparta de nosotros. Y cuando no queremos seguir el primer camino que nos traza, el del bien, y nos resistimos a su persuasión y a sus beneficios, pone ante nuestros ojos el camino del tormento y los suplicios, camino ciertamente durísimo, pero necesario. A quien desprecia aquel primer camino, se le hace considerar este segundo.

Permaneced atentos ahora: Vino a su casa, no movido por alguna necesidad, pues Dios, como ya he dicho, nada necesita, sino para derramar sobre nosotros sus beneficios. Mas ni aun así, a pesar de que fue a su casa para ventaja de la misma, quisieron los suyos acogerlo, sino que lo rechazaron de malas maneras. Y no bastándoles con ello, llegaron hasta arrastrarlo fuera de la viña y a asesinarlo. Y, sin embargo, aun habiendo padecido todo eso, a quienes cometieron tan enorme delito -con tal de que estuvieran dispuestos-, les dio la posibilidad de arrepentirse y de purificar su pecado mediante la fe en El, dejando que se equipararan a quienes no habían cometido ningún pecado parecido y ofreciéndoles, además, la posibilidad de llegar a ser amigos suyos. En verdad, los pecados de quienes se habían hecho culpables eran lo suficientemente graves como para no merecer perdón.

Pero no fue ése el único daño que éstos se acarrearon, sino también el de no conseguir las ventajas que, por el contrario, alcanzaron quienes lo recibieron. ¿Cuáles fueron esas ventajas? Escuchad: A quienes lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.

Fueran esclavos o libres, griegos, bárbaros o escitas, sabios o ignorantes, hombres o mujeres, muchachos o ancianos, nobles o de humilde cuna, ricos o pobres, príncipes o ciudadanos privados, todos por igual, se dice, llegaron a ser dignos del mismo honor. La fe y la gracia del Espíritu borran cualquier diferencia entre las diversas condiciones humanas, reducen a todos a una misma forma y sobre todos imprimen el mismo sello real.

Y ¿por qué el evangelista no dice: «les hizo hijos de Dios», sino: les dio poder de llegar a ser hijos de Dios? Habla así para prevenirnos de que debemos aplicarnos con gran diligencia para conservar siempre inmaculada e íntegra en nosotros la imagen de la adopción recibida en el bautismo. Y para subrayar, al mismo tiempo, que ese poder nadie nos lo podrá quitar, si nosotros mismos no nos privamos de él. Mas, a la par, quiere recordarnos que la gracia del Señor a nadie se concede por casualidad, sino sólo a quienes poseen firmeza de propósitos y sienten un vivo deseo de ella. Sólo esos alcanzan el poder de llegar a ser hijos de Dios. El don de la gracia no desciende ni obra su efecto sobre quienes desde un primer momento se desentienden por completo de Él.

En todo caso, dejando de lado cualquier forma de violencia, nos enseña que dependemos de nuestra libertad y de nuestras propias decisiones. De eso precisamente está hablando también ahora. En la vida sobrenatural depende de Dios dar la gracia, pero está en nuestras manos el acogerla con fe viva. Y es, además, menester una gran diligencia. Para custodiar la pureza del alma no basta con bautizarse y creer, sino que, si queremos gozar siempre de la alegría que proviene de la inocencia, es necesario que, por nuestra parte, nos esforcemos en vivir de manera digna del don que hemos recibido. Merced al bautismo se produce en nosotros un místico renacimiento y el perdón de todos los pecados previamente cometidos. Pero desde entonces en adelante, queda en nuestras manos y encomendado a nuestra diligencia el permanecer puros y evitar mancharnos con otras culpas.

Si manchamos tan bello manto, debemos sentir temor no pequeño a que, por nuestra pereza espiritual y por nuestros pecados, seamos también nosotros expulsados fuera de la sala del banquete nupcial, como les sucedió a las cinco vírgenes necias, como ocurrió también con aquel que no llevaba el traje de boda. Este debía sentarse entre los comensales: había recibido la invitación, pero, como después de haber recibido esa invitación, ofendió a quien lo había invitado, escuchad cómo fue castigado y con qué severo y terrible castigo. Habiendo sido admitido a participar en un banquete tan suntuosamente dispuesto, no es que fuera sólo expulsado de la sala del convite, sino que, además, atado de pies y manos, fue expulsado a las tinieblas exteriores, donde hay un perpetuo llanto y rechinar de dientes.

Hermanos queridísimos: no creamos que la sola fe basta para nuestra salvación. Si no llevamos una vida intachable y nos presentamos con vestidos indecorosos a una invitación tan prometedora y alegre, no podremos escapar a la misma pena que padeció aquel desgraciado. Qué absurdo es que mientras quien es Dios y rey no se avergüenza de invitar a hombres ineptos y despreciables, sino que los hace venir desde las encrucijadas de los caminos para hacerles participar de su banquete, nosotros seamos tan perezosos que nada hagamos para mejorar después de haber recibido el honor de esa invitación.

Si no queremos hacernos dignos de esa invitación, no debemos culpar a quien nos ha honrado tanto, sino a nosotros mismos. No es Él quien nos expulsa de la admirable congregación de los convidados: nosotros mismos somos quienes nos excluimos de ella. El, por su parte, ha hecho cuanto debía hacer: ha dispuesto las nupcias, ha preparado el banquete, ha mandado a sus siervos a llamar a los invitados, ha recibido a quienes se han presentado, haciendo a todos los honores de la casa. Y nosotros, ofendiéndole a Él y a los invitados y a las nupcias con nuestros sucios vestidos, o sea, con nuestras malas acciones, hemos merecido de sobra que, a la postre, acaben por echarnos fuera. Quiera Dios que nadie, ni de nosotros ni de los demás, tenga que probar el desdén de quien le invitó al banquete.

Quiera el cielo que a todos nosotros nos cumpla esa felicidad, por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual y con el cual sean dados gloria, honor y victoria al Padre, junto con el Espíritu Santo, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén.»

Juan Crisóstomo, Sermones sobre el Evangelio de san Juan, Biblioteca Patrística, Editorial Ciudad Nueva

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