¿Para qué sirve un Papa?

«Ahora bien, someterse al Romano Pontífice, lo declaramos, lo decimos, definimos y pronunciamos como de toda necesidad de salvación, para toda criatura humana» [Papa Bonifacio VIII, Bula Unam sanctam, 18 de noviembre de 1302»

Mat 16:18-19 Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.»[1]

Ya sea que interpretemos que la piedra es Cristo, Pedro, o la confesión de Pedro, lo cierto es que aquí las llaves del Reino de los Cielos es entregada al apóstol; y con esas llaves abrirá las puertas de salvación a los judíos con su predicación en el día de Pentecostés, y a los gentiles con su predicación en la casa de Cornelio. El Señor nada dice de que esas «llaves» pasarían luego a manos de algún sucesor de Pedro, y si así fuera ¿a cuál sucesor deberían serle entregadas?, ¿a uno por sobre el resto, o a todos? Los católicos romanos aseguran que esas llaves le corresponden al obispo de Roma, ¿por qué?, porque es el sucesor de Pedro, ¿con qué fundamento el obispo de Roma es el sucesor exclusivo de Pedro?, ninguno. Pedro ejerció su apostolado en Jerusalén, en Samaria, en Cesarea, en Jope, en Antioquía, etc., ¿por qué no podrían reclamar, los obispos establecidos en esos lugares por el mismo apóstol, ser sus auténticos sucesores también? Los apologetas romanistas no tienen respuesta a esto; ellos siempre tratarán de centrar la discusión en que si Pedro es la roca de Mateo 16:18. Bien, concedámosles ese punto, afirmemos que el apóstol es la piedra sobre la cual Cristo edificaría su Iglesia, esto estaría en conformidad con:

Efesios 2:20  «edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo»[2]

¿Y cuál es ese cimiento?

1Corintios 3:11 «Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo[3]

Sea cual sea la interpretación que pretendas darle ella siempre nos llevará a Cristo, por lo tanto no perderemos tiempo discutiendo obviedades, nos centraremos en aquello que los apologistas católicos romanos no pueden responder: ¿por qué el obispo de Roma, y no otro, es el sucesor de Pedro? Veamos qué opina de esto la Iglesia Ortodoxa:

«Esos versículos demasiado conocidos del Evangelio son de suma importancia dogmática, puesto que en ellos Roma, que se considera heredera apostólica de Pedro, fundamenta lo que considera su superioridad jurídica, la de Pedro sobre los demás apóstoles, la de ella sobre la Iglesia universal, así como la constitución monárquica de la Iglesia cristiana. ¿Qué dicen los ortodoxos? Los padres griegos, los teólogos bizantinos, la liturgia oriental subrayan el primado de Pedro entre los apóstoles; pero los bizantinos señalan que el poder de las llaves fue confiado a todos los apóstoles, que Juan, Santiago, pero especialmente Pablo, son también corifeos; para ellos el primado de Pedro no es un poder, sino la expresión de una fe y de una vocación comunes. […] Pero ¿qué? ¿El Papa no será el sucesor de Pedro? Lo es, pero como obispo. Pedro es apóstol y el corifeo de los apóstoles, pero el Papa no es ni apóstol (los apóstoles no han ordenado otros apóstoles), ni muchos menos corifeo de los apóstoles. Pedro es el instructor del universo; en cuanto al Papa, es el obispo de Roma. Pedro pudo ordenar un obispo en Antioquía, otro en Alejandría, otro en otra parte, pero el obispo de Roma no lo hace […] Pedro ordena al obispo de Roma, mientras que el Papa no nombra a su sucesor»   [Meyer, Jean. La Gran Controversia. Las Iglesias Católica y Ortodoxa de los orígenes hasta nuestros días. Editorial TusQuets Editores, p.81-82]

El apóstol Pedro no nombró a ningún sucesor especial, a ninguno a quien dejarle «el poder de las llaves». ¿Tienen los apologetas romanistas algún texto bíblico que demuestre lo contrario? Todos los obispos fueron sucesores de los apóstoles en igual grado; y posteriormente se le concedió relevancia a los cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén. De entre esta pentarquía los dos obispos principales eran el romano y el constantinopolitano, ¿por qué?

«Los patriarcas se apoyan sobre la práctica inaugurada a la hora de la conversión de Constantino: el rango de los obispados en la jerarquía corresponde al rango civil de su ciudad; al cambiar el rango civil lo hace el rango eclesiástico; por esa razón Constantinopla, como capital del Imperio de Oriente, como nueva Roma, es también sede de patriarcado. El mismo razonamiento explica la importancia de Roma y su carácter histórico, es decir, no eterno.» [Meyer, Jean. La Gran Controversia. Las Iglesias Católica y Ortodoxa de los orígenes hasta nuestros días. Editorial TusQuets Editores, p.85]

Uno se preguntaría ¿por qué Constantinopla tiene mayor importancia que sedes apostólicas más antiguas como Jerusalén o Antioquía?, simplemente porque por influencia de Constantino la jerarquía del obispo se corresponde con la jerarquía de la ciudad; y como Roma y Constantinopla eran capitales del imperio sus obispos gozaban de un estatus preferencial (en cuanto a honor no en lo relativo a autoridad). Recordemos que anteriormente, con la destrucción de Jerusalén en el año 70 (y hasta la fundación de Constantinopla) la iglesia de Roma se levantó como columna en la cristiandad, como custodia de la doctrina y apoyo para las demás iglesias, y todos le reconocieron esa preeminencia en el amor. Por ello el obispo de Roma será considerado por los demás obispos como primo inter pares (primero entre iguales):

«El concepto de la Iglesia como ícono de la Trinidad tiene muchas otras aplicaciones. ‘La unidad en diversidad’ – así como cada persona de la Trinidad es autónoma, la Iglesia está compuesta de unas cuantas Iglesias autocéfalas; así como las tres personas de la Trinidad son iguales, en la Iglesia ningún obispo puede pretender al poder absoluto sobre los demás; no obstante, así como en la Trinidad el Padre goza de preeminencia como fuente y manantial de la divinidad, en la Iglesia el Papa es ‘primero entre iguales’.» [Kallistos, Ware (Obispo). La Iglesia Ortodoxa. Ed. Ángela, p. 217]

Pero lamentablemente los obispos romanos no se conformaron con ser primeros entre iguales, quisieron ser únicos sobre todos, y esa pretensión infundada ha sido la causa de los grandes cismas de la Iglesia:

«Para los romanos, el principio unificador de la Iglesia es el Papa, cuya jurisdicción se extiende sobre todo el cuerpo; en cambio los ortodoxos no creen que ningún obispo disponga de semejante jurisdicción universal. En tal caso, ¿qué es lo que une a la Iglesia? Los ortodoxos responden, que el acto de la comunión en los sacramentos. La teología ortodoxa de la Iglesia es ante todo una teología de la comunión. Cada Iglesia local, como ya lo dijo Ignacio de Antioquía, es constituida por la congregación de los fieles, reunidos alrededor de su obispo y celebrando la Eucaristía; la Iglesia universal está constituida por la comunión mutua de los que dirigen las Iglesias locales, es decir los obispos. La unidad no se mantiene desde fuera por un Sumo Pontífice, sino que se alienta desde dentro en la celebración de la Eucaristía. La Iglesia no es una institución de estructura monárquica, centrada en un solo jerarca; es colegial, compuesta por la comunión recíproca de los numerosos jerarcas, y de cada jerarca con los miembros de su rebaño. El acto de comunión, por lo tanto, es el criterio de asociación a la Iglesia.»  [Kallistos, Ware (Obispo). La Iglesia Ortodoxa. Ed. Ángela, p. 222]

Los católicos romanos consideran a la Iglesia como una estructura monárquica, y quien no esté sujeto al Papa (cabeza visible de esa estructura piramidal y jerárquica) está fuera de la Iglesia. Los católicos ortodoxos rechazan esa pretensión y se niegan a someterse al absolutismo papal. Mientras tanto, los católicos evangélicos y protestantes también nos negamos a reconocer ese fantasioso sistema de gobierno que no tiene ningún sustento bíblico o histórico. Si los apologetas romanistas creen que nosotros somos herejes porque rechazamos el absolutismo papal, que miren hacia la iglesia Ortodoxa (de raíces apostólicas) y vean cómo ellos también consideran absurda la pretensión del obispo de Roma. No somos nosotros el problema, queridos apologistas, son ustedes con su insistente papolatría.

¿Qué dice la Biblia?

Gálatas 2:1, 9 «Luego, al cabo de catorce años, subí nuevamente a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo también a Tito… y reconociendo la gracia que me había sido concedida, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos tendieron la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé: nosotros nos iríamos a los gentiles y ellos a los circuncisos»

Este solo texto ya desbarata toda pretensión de supremacía petrina, pues no dice que Cefas (Pedro) sea el principal o el obispo de obispos; ni siquiera es nombrado en primer lugar, simplemente era una de las columnas de la Iglesia. Pero desde Roma nos siguen insistiendo en que si Pedro era la roca sobre la cual Cristo edificó la Iglesia, el Papa también lo es. Y es que el obispo de Roma, cuando habla ex cathedra, puede proclamar nuevos dogmas de creencia obligatoria para todos los fieles. Por ejemplo, hay mucha presión de parte de los marianistas para que se proclame el dogma de María Corredentora; hasta ahora ha habido reticencia de parte de los papas para proclamar este absurdo dogma que de ser oficializado significaría la mariolatría en su máxima expresión, y lo peor de todo, cerraría definitivamente la puerta a un mayor acercamiento con ortodoxos y evangélicos. La Iglesia es bimilenaria, entonces, ¿después de dos mil años de edificación pretenden los romanistas seguir poniendo cimientos o fundamentos? 

Los Patriarcas Ortodoxos, en el año 1848, enviaron una carta al Papa Pío IX donde le decían: «En nuestra comunidad, ni los Patriarcas ni los Concilios jamás podrían introducir nuevas enseñanzas, ya que el guardián de la religión es el mismo cuerpo de la Iglesia, es decir, el mismo pueblo.» Pero el obispo de Roma insiste en que después de casi dos mil años se puede seguir colocando cimientos a la Iglesia. En el Concilio Vaticano I (año 1870) se declararon dos nuevos dogmas papistas: el Primado del romano pontífice sobre la iglesia universal y la Infalibilidad papal.

Leamos lo que decretó el Vaticano I:

«A nadie a la verdad es dudoso, antes bien, a todos los siglos es notorio que el santo y beatísimo Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia católica, recibió las llaves del reino de manos de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano; y, hasta el tiempo presente y siempre, «sigue viviendo» y preside y «ejerce el juicio» en sus sucesores, los obispos de la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ese, según la institución de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal.»   [Concilio Vaticano I. Cuarta sesión, 18 de julio de 1870: Primera Constitución dogmática “Pastor aeternus” sobre la Iglesia de Cristo. Cap. II. Dezinger Hünermann 3056-3057]

Verdaderamente es un disparate afirmar «de donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ese, según la institución de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal». Es obsceno y perverso afirmar que Cristo instituyó la supremacía papal, cuando la realidad es que surgió de la desmedida ambición de los obispos romanos, más preocupados por imponer su autoridad que su ejemplo de vida; y que además fue un dogma muy resistido tanto por los ortodoxos como por los conciliaristas.  Y como si esto no les bastase, tuvieron el descaro de maldecir a los que no acepten dicho dogma:

«Si alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.»  [Concilio Vaticano I. Cuarta sesión, 18 de julio de 1870: Primera Constitución dogmática “Pastor aeternus” sobre la Iglesia de Cristo. Cap. II. Dezinger Hünermann 3058]

Que nos muestren los apologistas católicos romanos en qué textos bíblicos sustentan el dogma de la primacía del obispo de Roma sobre la iglesia universal. Que nos enseñen mediante las Escrituras dónde Pedro dejó como su sucesor al obispo romano. Si son doctrinas tan importantes algún fundamento escritural deben tener. Si según ellos Cristo mismo instituyó que los sucesores de Pedro gobernasen desde Roma a toda la Iglesia ¿por qué la iglesia Ortodoxa, que tiene iguales raíces apostólicas, considera una aberración esa doctrina y no reconoce la supremacía del Papa? ¿Por qué los otros patriarcados y los Padres de la Iglesia reconocieron siempre al obispo de Roma como primero entre iguales y no como obispo de obispos? Los apologistas católicos responderán que no hay ningún texto bíblico que afirme o insinúe que el obispo de Roma es el único sucesor de Pedro, pero que en la patrística hay suficiente evidencia. La realidad es que no la hay (por eso la iglesia Ortodoxa no cree en dicho dogma), solamente manipulando textos aislados de los Padres de la Iglesia pueden pretender convencernos. En otro capítulo ampliaremos este tema.

¿Para qué sirve un Papa en Roma?

Tengo en mis manos un libro que me acaba de llegar, es del sacerdote católico de la diócesis primada de Toledo, Gabriel Calvo Zarraute, quien es Licenciado en Estudios Eclesiásticos, Diplomado en Magisterio, Licenciado en Teología Fundamental, Licenciado en Historia de la Iglesia, Licenciado en Derecho Canónico, y tiene un Grado en Filosofía. Y resume perfectamente el estado del papado en la actualidad:

«Bergoglio desafía todas las reglas del sentido común, y con su reiterado desprecio hacia Nuestro Señor Jesucristo cada día parece más difícil no considerarlo un títere en manos de la masonería globalista de la agenda 2030. Solo resta preguntarse si su actitud se debe: a) a su profunda indigencia mental; b) a una severa psicopatía; c) a un programa previamente establecido. Aunque las tres no sean excluyentes. Sin embargo, esa no es la fe católica. Según el catolicismo, el papa y los obispos se encuentran al servicio de la fe: son siervos de los siervos de Dios, y no monarcas absolutos capaces de edulcorar o descafeinar la fe, mutándola al servicio de un nuevo orden mundial, de una religión mundialista, globalista y ecléctica sin nuestro Señor Jesucristo. Como pastores abusan de su autoridad y potestad sagradas utilizándolas para el fin contrario al que nuestro Señor Jesucristo otorgó al instituir la sagrada jerarquía en la Iglesia. Corruptio optimi pessima, sentenciaban los romanos: la corrupción de los mejores es la peor de todas. Shakespeare, más poético, lo glosaría en sus sonetos: Pues se agrían ellas solas las cosas de mayor dulzor / peor que la mala hierba huele el lirio que se marchitó.» [De Roma a Berlín. La protestantización de la Iglesia Católica. Volúmen I. Ed. Homo Legens, p. 30-31]

Los evangélicos no nos sometemos al Papa por las siguientes razones:

  • Su oficio no tiene base bíblica
  • Su pretensión de gobierno universal nunca fue aceptado por la Iglesia en su conjunto
  • El obispo de Roma siempre fue considerado primo inter pares
  • Su obsesión por el poder siempre ha sido causa de cismas
  • No aceptamos la imposición de nuevos dogmas basados en su infalibilidad
  • El papado vive su peor momento ocupando la cathedra de Pedro el heterodoxo Francisco
  • El papado no tiene ninguna utilidad más allá de las luchas internas por el poder

Artículo de Gabriel Edgardo Llugdar para Diarios de Avivamientos y Diarios de la Iglesia 2023

[1] Biblia de Jerusalén 1976

[2] Ídem

[3] Ídem

El Papa Alejandro VI – sexo, dinero y poder en la Iglesia del Renacimiento

Historia del papado - Diarios de Avivamientos

«El Renacimiento supone el rechazo a lo divino en nombre de lo humano, una reacción contra el misticismo medieval, una vuelta al paganismo; es el período durante el cual la humanidad, debido a una súbita inspiración, consigue su perfección que dura un instante y ya no volverá»[1]Aunque lo justo sería reconocer que el Renacimiento no fue una ruptura con el Medioevo, sino una continuidad que dio lugar a diversidades: la diversidad dentro de la continuidad. En la Edad Media hay un fuerte empuje hacia la fuga del mundo, la renuncia a los valores terrenos. Existe en ella «la tendencia a subordinar directa o indirectamente a la religión todas las actividades humanas como si éstas no tuviesen otro fin inmediato que el de favorecer la difusión y el desarrollo del cristianismo. Historia, arte, filosofía, política… aparecen normalmente concebidas y apoyadas sólo en función de la Iglesia… Y aun así, también en el Medievo se dieron algunas posturas equilibradas que trataron, y hasta lo consiguieron, equilibrar lo humano y lo divino. Por ejemplo, santo Tomás reconoce la bondad intrínseca de todo ser, la verdadera causalidad propia de cada ente, la absoluta dignidad de la persona humana… El Renacimiento reacciona contra las dos primeras tendencias: la fuga del mundo y la subordinación directa de todo a la religión; se afirma en la tercera posición reconociendo la necesidad de una autonomía real de las actividades humanas con su racionalidad específica intrínseca, pero termina por extremar esta autonomía y tiende a convertirla en independencia y separación… tiende, a la vez, a desechar cualquier elemento sobrenatural, cualquier causa trascendente»[2].

Por otra parte, en el Renacimiento, «El Estado no sólo ratifica su propia soberanía independientemente de cualquier investidura pontificia, sino que se siente libre de cualquier norma moral trascendente, es «obra de arte», es decir, creación exclusivamente humana, inspirada en normas humanas, dirigida a objetivos terrenales (cf. Maquiavelo, El Principe[3]. Y el hombre, a su vez, quiere afirmar su personalidad, desea emanciparse de todo lo que le condicione exteriormente, ya no se guiará exclusivamente por lo que es o no pecado. «Al igual que Dios, quiere el hombre estar en todas partes, mide el cielo y la tierra y escruta la sombría profundidad del Tártaro. No le parece demasiado alto el cielo ni harto profundo el centro de la tierra…, no hay límite que le parezca suficiente» (Marsilio Ficino).

«En resumidas cuentas, que tanto el Renacimiento como su aspecto literario (Humanismo) no pueden ser considerados como intrínsecamente paganos, naturalistas, inmanentistas, como se ha dicho a menudo… No se elimina lo sobrenatural, pero sí que pasa a segundo plano; no se niega la autoridad de la Iglesia, pero la acentuación del espíritu crítico empuja a la desconfianza hacia ella; la polémica antieclesiástica contra la Curia, el clero secular y regular, disminuye el prestigio de la Iglesia. En este sentido y dentro de estos límites, el espíritu del Renacimiento, le prepara el terreno, por lo menos en Italia, y le facilita el camino a la Reforma Protestante»[4].

 

La Iglesia y el Renacimiento.

La Iglesia no siempre logra mantener el equilibrio entre involucrarse entre los intereses comunes de la sociedad pero sin ser arrastrada por ellos. «En la Edad Media desarrolla la Iglesia una función moderadora, defiende la paz mediante diversas instituciones, trata de encauzar hacia fines honestos la tendencia entonces tan corriente hacia la violencia; pero la Iglesia se implica, a la vez, en el sistema feudal y acaba por claudicar ante los intereses temporales. En el Renacimiento pretende el papado, y con éxito, convertirse en guía del floreciente movimiento artístico, atraer al servicio de la religión la pasión por la belleza que constituye el ideal de la época. Pero tampoco en esta ocasión consigue la jerarquía mantener el equilibrio, no se opone a los aspectos negativos del Humanismo y del Renacimiento, tolera dentro de la misma Curia abusos peligrosos y, absorbida por las preocupaciones artísticas y literarias, olvida la reformatio in capite et in membris (reforma en la cabeza y en los miembros) tan ardientemente reclamada por los fieles por lo menos a partir del concilio de Constanza. Y lo que es peor, la misma moralidad de la Curia romana deja a menudo mucho que desear. Por eso la época del Renacimiento, al menos después de la muerte de Pablo II en 1471, y a pesar de sus apariencias espléndidas, constituye uno de los períodos más oscuros del papado: al brillo cultural y civil se contrapone la falta de un auténtico espíritu religioso en el vértice de la jerarquía eclesiástica»[5].

Mientras tanto la Curia vivía en medio de un lujo fastuoso: cada cardenal tenía su corte suntuosa con villas y palacios dentro y fuera de Roma. Este tenor de vida exigía fuertes gastos que se pagaban recurriendo a soluciones diversas: acumulación de beneficios (los cardenales ostentaban el gobierno a veces de varias diócesis, de las que habitualmente estaban ausentes); venta de cargos, que llegó al colmo en tiempos de Inocencio VIII; aumento de tasas; concesión de indulgencias con ánimo de lucro.  En Roma se decía sarcásticamente: «El Señor no quiere la muerte del pecador, sino que viva y pague».

Inocencio VIII: «Fue el primero entre los papas en lucir en público sus hijos e hijas, el primero en concertar sus bodas, el primero en celebrar domésticos himeneos. Y ¡ojalá que, así como no había tenido en ello predecesores, no hubiese tenido tampoco imitadores»[6].

«El nepotismo no sólo rebajó el prestigio religioso del Papa, sino que dañó incluso políticamente su autoridad al serles confiados a hombres incapaces cargos de primordial importancia y al posponer los intereses del Estado a los de una familia. Suele aducirse como atenuante la necesidad en que se encontraban los pontífices de rodearse de personas de fidelidad probada, cosa que sólo encontraban entre sus parientes más cercanos, ya que no existía en el Estado pontificio una tradición dinástica y con frecuencia desconocían el ambiente que les rodeaba, del que la mayoría de las veces habían permanecido ajenos. Se aduce también la edad avanzada de muchos de los papas, el fuerte poder de los cardenales y de los curiales, las luchas entre las poderosas familias romanas. Todo esto podría ser un atenuante, pero nunca una justificación del sistema, ni siquiera desde un punto de vista meramente histórico: en pocas palabras, el nepotismo tal y como fue cultivado no aumentó, sino que debilitó la autoridad de los papas»[7].

Papa Alejando VI

«Alejandro vende llaves, altares, y a Cristo;

Es su derecho vender lo que ha comprado antes»

 

«Elegante en sus comportamientos, versado en el derecho, y hábil en los negocios políticos y en la administración de la curia, fue víctima de una gran sensualidad y del excesivo amor por los hijos que tuvo de diferentes mujeres. En los años 1462-1471 nacieron Pedro Luis (nombrado duque de Gandía por Fernando el Católico), Jerónima e Isabel de madre desconocida. De Vannozza de Catanci tuvo los cuatro más célebres: César, Juan, Jofre y Lucrecia; siendo papa tuvo a Juan Borja, duque de Camerino, y a Rodrigo, de madre desconocida. Durante algunos años de su pontificado mantuvo relaciones con Julia Farnese, aunque no tuvieron hijos. Sin embargo, no se debe olvidar que sus contemporáneos daban escasa importancia a los comportamientos inmorales de los altos eclesiásticos y al hecho de que tuvieran hijos.[8]»

«El 11 de agosto de 1492 Rodrigo Borgia [o Borja] obtuvo finalmente la tiara papal. Eso sí, tras previo pago de los más de 80.000 ducados que tuvo que desembolsar para comprar los votos que le otorgarían el poder absoluto. Tomó el nombre de Alejandro VI, en recuerdo a su admirado Alejandro Magno. Al día siguiente a su coronación celebró una lujosa ceremonia digna del más poderoso emperador romano, y aquello era simplemente una muestra de lo que era capaz de realizar.»[9]

«La elección de 1492 fue con toda probabilidad simoníaca, como lo prueban numerosos informes diplomáticos y la ley promulgada por el sucesor de Alejandro, Julio II, que invalidaba tal género de elecciones. Una vez más la falta de certeza absoluta sobre este punto no varía el juicio sobre la venalidad que por aquel entonces reinaba en la Curia y en el colegio cardenalicio»[10].

«Se discute y se discutirá todavía en torno a este singular pontífice. Quede bien claro, no obstante, que las polémicas versan sobre aspectos marginales de su personalidad, ya que cuanto se sabe con certeza es más que suficiente para poder pronunciar sobre él el más severo juicio negativo y para echar una sombra dolorosa sobre el colegio cardenalicio que le eligió en agosto de 1492, los mismos días en que Colón zarpaba del puerto de Palos… Es cosa cierta que Rodrigo Borja, sacerdote y cardenal, tuvo de Vannozza de Cattaneis cuatro hijos (César, llamado más tarde el Valenciano; Juan, duque de Gandía; Jofré y Lucrecia) y otros tres de mujeres ignoradas. Después de ser Papa tuvo otros dos hijos, Juan y Rodrigo, el último de los cuales nació en los postreros días de su vida o, incluso, después de su muerte. La paternidad borgiana de los nueve está atestiguada por documentos contemporáneos indiscutibles, bien conocidos y citados por los especialistas[11]. El Papa, lejos de ocultar sus hazañas, les dio amplia notoriedad favoreciendo a su familia con un nepotismo desenfrenado. Su hijo César fue nombrado cardenal ¡a los dieciséis años! En la Curia se respiraba una atmósfera completamente mundana entre fiestas, bailes y banquetes, que degeneraban a veces  en verdaderas orgías[12]. En el Vaticano se denominaba a los hijos del Papa con un expresivo circunloquio: “sobrinos de un hermano del Papa”»[13].

«Los historiadores poseen una inmejorable fuente de información sobre éste y la vida de la época gracias al diario que, entre 1483 y 1508, escribió Juan Burchard, maestro de ceremonias de la casa del pontífice. Gracias a sus páginas se ha hecho célebre un episodio que ha ayudado en buena medida a alimentar la nefasta leyenda de Alejandro VI y los Borgia en general. En el diario de Burchard se lee que, durante la noche del 31 de octubre de 1501, se celebró una impresionante orgía en la que participaron el Papa, sus hijos Lucrecia y Cesar, y otros familiares. Imagínese el lector la increíble escena: cincuenta prostitutas, procedentes de los mejores burdeles romanos, bailaban desnudas para regocijo de todos los presentes. Se celebraron «concursos» que premiaban la potencia sexual de los participantes, que competían por ver quién lograba satisfacer a más meretrices. Estas también competían, según el relato de Burchard, en una singular pugna que consistía en coger castañas del suelo sin usar las manos ni la boca y estando, por supuesto, totalmente desnudas»[14].

Siendo Pontífice, Alejandro tuvo una famosa amante, Julia Farnese «la bella», a la que algunos no dudaron en llamar sarcásticamente la “esposa de Cristo”. Un hermano de la amante, Alejandro Farnese, fue premiado por el Papa con el cargo de cardenal, y posteriormente llegaría a ser Papa con el nombre de Pablo III.

«En la noche del 14 al 15 de junio de 1497, Juan Borja duque de Gandía y capitán general de la Iglesia, probablemente el hijo predilecto de Alejando VI, fue asesinado y arrojado al Tíber. El papa quedó conmocionado y pareció por un momento que estaba dispuesto a cambiar de vida. En el consistorio del día 19, ante cardenales y embajadores, Alejandro expresó su dolor de forma patética, señalando que era consciente de haber irritado al cielo por su mala reputación y la de su familia, y declaró que quería pedir perdón y corregir su conducta procediendo a la reforma de la Iglesia. Esto mismo anunció a los príncipes de la cristiandad: iba a reformar con prontitud y sinceridad la Iglesia y el Vaticano. La comisión de reforma, compuesta por seis cardenales y presidida por el papa, después de consultar los proyectos de reforma de los papas precedentes elaboró una bula que reorganizaba la liturgia, reprimía la simonía y la alienación de los bienes eclesiásticos y reglamentaba la colación de los obispados. Ningún cardenal debería poseer más de un obispado, ni beneficios que reportasen más de 6.000 ducados. Se les prohibía participar en las diversiones mundanas, tales como el teatro, los torneos y los juegos del carnaval. No debían emplear a muchachos jóvenes ni adolescentes como ayudas de cámara. Debían residir en la Curia y ser austeros en sus gastos, incluidos los propios de la sepultura. No mantendrían concubinas. La bula señalaba que se reprimirían con severidad los abusos más comunes, muchos de los cuales se describen. Por desgracia, esta bula no vio la luz del día, y Alejandro volvió al poco tiempo a su modo de vida habitual. Su sensualidad, hedonismo y frivolidad se impusieron al convencimiento de que no actuaba de acuerdo a las exigencias de su cargo. ¿Influyó en este cambio la duda, o la certidumbre, de que su otro hijo César estaba detrás de la muerte de Juan?»[15].

«El papa acosado por el dolor, por la reflexión y por las invectivas de Savonarola (1452-1498) contra los desórdenes del pontificado romano, planeó una reforma de la Iglesia que de haberse puesto en práctica hubiera podido impedir peligros futuros a la Iglesia. Pero la bula de reforma no llegó a publicarse»[16].

«Estos escandalosos favoritismos no escaparon a la crítica. En 1494, el cardenal Giuliano della Rovere tuvo que pedir asilo y ayuda en la corte de Carlos VIII, rey de Francia, tras haber encabezado una oposición contra Alejandro VI por este motivo. Aquel fue el comienzo de una alianza entre Della Rovere, Ludovico Sforza -regente de Milán- y el monarca francés en un intento de derrocar al papa Borgia. Sus intenciones pasaban, además, por atacar Nápoles y recuperar así el trono perdido por los Anjou. El monarca francés, que según todas las crónicas no contaba con muchas luces, accedió encantado. Pero no contaban con la inteligencia de Alejandro VI. Viéndose en peligro y tras comprobar que ninguna monarquía cristiana pensaba acudir en su ayuda, el Papa pidió ayuda al sultán Bayaceto, quien irónicamente era su enemigo. Parecía una idea descabellada, pero el Borgia contaba con una baza importante: todavía custodiaba a Djem, el hermano de Bayaceto prisionero de varios papas a cambio de dinero, y que suponía un peligro para el poder del sultán. Así que Alejandro tramó una enorme -pero efectiva- mentira. Explicó al sultán que el ejército dirigido por el rey francés tenía como objetivo final liberar a Djem y alzarlo en el trono. El Papa le pidió que convocara a las tropas de sus amigos venecianos y, de paso, que le enviara los 40.000 ducados que le debía. Pero Alejandro no esperaba la respuesta que le llegó a través del emisario del sultán: le pagaría 300.000 ducados -y no 40.000-, pero era más cómodo matar a Djem y dejarse de guerras inútiles. La tragedia parecía inevitable, mientras las tropas francesas avanzaban hacia la Ciudad Eterna. Finalmente las tropas enemigas entraron en Roma el último día del año 1494. El papa se refugió en la fortaleza de Sant’ Angelo -ya habitual en este tipo de situaciones-, llevándose con él a Djem. Y dieron comienzo las negociaciones… Aunque parezca increíble, Alejandro VI salió bien parado. Carlos se conformó con exigir un puesto de cardenal para uno de sus colaboradores, la custodia de Djem y la entrega de César Borgia como muestra de buena voluntad. Al final el papa Borgia tuvo tanta suerte que el rey francés tuvo que contentarse con llevarse a César. Bueno, en realidad ni siquiera eso… Cuando acababa de salir de Roma, el hijo del Papa se escapó y no pudieron atraparle. En cuanto a Djem, el pobre perdió la vida en extrañas circunstancias. Según el maestro de ceremonias papal, John Burchard, “de algo que comió a pesar suyo”»[17].

Jerónimo Savonarola

«El dominico Savonarola, fraile que con sus palabras de fuego era capaz de enardecer a las masas florentinas, atacó repetidamente la vida y la figura de Inocencio VIII y, después, del papa Borgia. Pretendía este fraile, prior del convento de San Marcos, purificar las costumbres y la experiencia religiosa de los creyentes, y juzgaba que la Curia Romana en su conjunto constituía la fuente de todos los males que sufría la Iglesia. Alejandro no sólo rechazaba con desdén los ataques personales de Savonarola, sino que consideraba que su exaltación del rey francés Carlos VIII, al que el dominico consideraba el nuevo Ciro capaz de regenerar Florencia y a la misma iglesia, representaba el mayor obstáculo para su política contra el rey francés, por lo que le prohibió predicar. Savonarola obedeció en un principio, pero subió de nuevo al púlpito y lanzó violentas soflamas contra los vicios de «Babilonia», es decir, Roma. El despotismo de Piero de Medici había alienado a los ciudadanos de Florencia, y ahora las incendiarias prédicas del dominico habían sumido al pueblo de Florencia en un clamor de reforma. «Señor, ¿por qué duermes? Levántate y ven a librar a la Iglesia de las manos de los diablos, de las manos de los tiranos, de las manos de los malos prelados», gemía el dominico… El papa lo excomulgó, pero el fraile no lo tuvo en cuenta, argumentando que había que obedecer antes a Dios que a una excomunión inválida, fundada en motivos falsos. Alejandro exigió a la Señoría la prisión de Savonarola, amenazando con el interdicto si no lo hacía. Fray Jerónimo pidió a las naciones católicas la convocatoria de un concilio en el que se debería deponer al pontífice simoníaco, hereje e infiel, pero tras un periodo de gloria y fervor popular, Savonarola fue abandonado por los poderosos y por el pueblo que tanto le había admirado. En el proceso contra el dominico, fruto también de sus peligrosas incursiones políticas, pero que fue conducido con métodos escandalosos, tomaron parte en el último momento dos comisarios papales, quienes pretendieron no sólo condenarle a muerte, sino también privarle de la vida eterna. «De la militante solamente. La otra no es de tu jurisdicción», le corrigió Savonarola con dulzura. Condenado a muerte, el fraile fue degradado, colgado y quemado. La historia ha confrontado con frecuencia el estilo de vida y la experiencia cristiana de ambos adversarios, con innegable simpatía por el dominico»[18].

«El papa Borja hubo de afrontar un duro conflicto para doblegar la resistencia de Jerónimo Savonarola, que desde el pulpito de San Marcos, de Florencia, lanzaba sus invectivas contra el pontífice y apelaba a un concilio. La lucha terminó con la excomunión de Savonarola, su proceso, ejecución y cremación de su cadáver en la hoguera. El dominico, aunque distinguía entre la persona de Alejandro y su dignidad, obró sin el menor equilibrio, tanto en su facilidad para pronunciar profecías de origen muy dudoso, o en su sentido rigorista al promover la reforma en Florencia, animando a los hijos para que denunciasen a sus padres, o por haber confundida religión y política, terminando por imponer en la ciudad un régimen teocrático parecido al que más tarde instauraría Calvino en Ginebra. Fueron precisamente estos excesos los que debilitaron la eficacia de su acción reformadora, comprometida, por otra parte, por la abierta desobediencia al Papa, que contribuyó a desacreditar aún más a la sede de Roma»[19].

 

El Pontificado de Alejando VI, política y arte.

Alejandro VI – El Papa Borgia

 

«La actividad religiosa del Papa fue realmente tenue y los problemas de la Reforma fueron examinados alguna vez que otra, pero quedó todo en el papel. Los comienzos de la expansión misionera en América hay que atribuirlos más al celo de los Reyes Católicos que a la iniciativa del Papa, que intervino en este asunto más que nada para dividir los nuevos descubrimientos entre España y Portugal (tratado de Tordesillas de 1494, de cuyo fundamento jurídico se discute todavía). El jubileo de 1500 tuvo fines no exclusivamente espirituales, y la creación de cardenales fue objeto de vergonzosos tratos económicos… Al mismo tiempo, el hijo del Papa, César, emprendía una lucha despiadada contra los pocos feudatarios que aún quedaban, deshaciéndose de sus enemigos con frecuentes asesinatos políticos. Iba a nacer así en el centro de la península un fuerte Estado centralizado, pero ¿se trataba de un Estado de la Iglesia o de un Estado de los Borja? En otras palabras, ¿se servía Alejandro VI de la habilidad y de la crueldad de su hijo para impulsar aquel proceso político, típico del comienzo de la Edad Moderna, al que antes hemos aludido, reforzando la estructura del Estado de la Iglesia, o entregaba a su familia no ya ciudades o pequeños feudos, como Sixto IV e Inocencio VIII, sino casi todo el Estado, poniendo a sus sucesores ante el dilema de ser súbditos de los Borja o de combatir contra ellos hasta aniquilarlos para poder ser dueños de su propia casa? La segunda hipótesis parece más verosímil. En cualquier caso, César, que por lo demás dependía sustancialmente del Rey de Francia, vio hundirse súbitamente todos sus afanes a la muerte de su padre, ocurrida antes de que él consiguiese consolidar sus conquistas. Tras haber vuelto a España, murió cinco años después en una escaramuza en Navarra»[20].

«Tampoco le temblaba la mano al pontífice a la hora de encarcelar, torturar e incluso asesinar a cualquier cardenal o noble que se interpusiese en su camino y que, sobre todo, tuviera algo que él quisiese poseer. Como es lógico, no tardó en surgir un sentimiento de odio y desprecio hacia toda la familia, y se produjeron levantamientos populares en su contra. Incluso los Orsini y los Colonna, dos clanes de la nobleza romana que habían sido tradicionalmente enemigos, pactaron con el fin de acabar con el poder de la terrible familia. Como forma de protección, el papa Borgia decidió que lo mejor era fortalecer el poder de la familia emparentando a sus hijos. Así, invalidó el matrimonio de Lucrecia con Sforza y la casó de nuevo con un hijo del rey de Nápoles, Alfonso II. También hizo que su hijo César renunciase a su puesto cardenalicio para casarse con Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra. De este modo se ganó también el apoyo de la monarquía francesa. Llenas las arcas pontificias con las indulgencias vendidas a los peregrinos que acudieron en masa al jubileo romano de 1500, y con la venta de los puestos cardenalicios, César -convertido en gonfalonero, capitán general de las tropas pontificias- y su padre organizaron un poderoso ejército. Paralelamente, el vástago aventajado de los Borgia asesinó al marido de su hermana Lucrecia, dejándole el camino libre para casarse de nuevo. Con ayuda de las tropas francesas, el ejército comandado por Alejandro VI y su hijo César derrotó a los hombres de la familia Colonna. Más tarde la hija del Papa se casaría con Alfonso d’Este, enojando a la otra familia en conflicto con los Borgia, el clan de los Orsini, quienes comenzaron a urdir una nueva trama para acabar con Alejandro VI. Sin embargo nada de esto sirvió. El papa Borgia encarceló al cardenal Orsini, se quedó con todas sus posesiones y ordenó que le ejecutaran»[21].

«De las obras realizadas en Roma por encargo suyo recordamos las estancias Borgia, que él eligió como su habitación en el Vaticano y que Pinturicchio, su pintor favorito, decoró entre 1492 y 1495 con espléndidos artesonados y pinturas que representan episodios de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos. En todas partes está representado el toro, escudo de los Borja, y los miembros de su familia. En los frescos, varios santos y mártires y diversas figuras históricas aparecen con los rostros de distintos miembros de la familia Borja: Lucrecia, en el cuerpo de una rubia y esbelta santa Catalina; César, como un emperador sobre trueno dorado; y Jofre como un querubín. En otras salas Pinturicchio pintó un sereno retrato de la Virgen, la figura favorita de Alejandro, usando a Julia Farnese (su amante) como modelo. En el Salón de la Fe, de mil metros cuadrados de superficie, los techos abovedados albergaban magníficos frescos de los evangelistas con el rostro de Alejandro, de César, de Juan y de Jofre. En la basílica liberiana mandó construir el magnífico artesonado, dorado con el primer oro llegado de América»[22].

 

El final de Alejandro VI

El Papa Alejandro VI «Murió el 18 de agosto de 1503. Sepultado provisionalmente en Santa María delle Febri, junto al Vaticano, no llegó a tener el mausoleo que Paulo III [Alejandro Farnese –el hermano de la amante del Papa] deseaba se le erigiese en Roma. En 1610 sus restos y los de su tío Calixto III fueron trasladados a Santa María de Montserrat, iglesia de la corona de Aragón en Roma, pero sólo en 1889 se les erigió una tumba en ella»[23]

«La historia oficial de la Iglesia asegura que el Sumo Pontífice, Alejandro VI, murió el 18 de agosto de 1503 a consecuencia de unas fortísimas fiebres producidas por la malaria. Sin embargo, son muchas las fuentes que, por el contrario, defienden que su muerte se produjo por envenenamiento. El hecho de que su hijo César enfermara al mismo tiempo y el estado que presentaba el cadáver poco después de su muerte parecen dar la razón a los que defienden la teoría del asesinato. Si fue así, Borgia podría haber muerto víctima de la caníarella, el célebre veneno que su familia y él mismo pusieron de moda»[24].

«Cuando José Joaquín Puig de la Bellacasa, probablemente el mejor embajador español ante la Santa Sede en la época contemporánea, presentó las cartas credenciales al papa Juan Pablo II, le comentó que era el primer papa extranjero después de dos papas relacionados con España: Adriano VI y Alejandro VI. Al citarle a este último, Juan Pablo II le comentó: “No fue muy edificante”… No fue edificante, en verdad, este papa, aunque todavía hoy resulte difícil distinguir entre los datos objetivos y la feroz leyenda negra que le persiguió a él y a sus hijos, pero no cabe duda de que ha quedado en la historia no sólo por sus deslices morales, sino también porque representa como pocos los vicios, la falta de valores y las características del Renacimiento»[25].

Recopilación: Gabriel Edgardo Llugdar – Diarios de Avivamientos 2020

[1] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 74

[2] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 75-77

[3] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 77

[4] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 78-79

[5] Ídem, p. 80

[6] Gil de Viterbo, de su obra Historia viginti saeculorum

[7] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 83-84

[8] PAREDES, Javier. Diccionario de los Papas y Concilios.  Autorizado por la Conferencia Episcopal Española con la firma de Antonio María Rouco Várela, Cardenal-arzobispo de Madrid, 25 de marzo de 1998. Edit. Ariel

[9] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[10] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 88-89

[11] Se trata de bulas pontificias con las que se legitima a Rodrigo, Juan y otros hijos o que se refieren a ellos en cuestiones de herencia: en ellas aparecen expresiones como éstas: de Romano Pontífice genitus et soluta.

No parece conforme a la sana crítica poner en duda la autenticidad o el valor de estas bulas incluso preguntándose (¿en serio o por prejuicios?) en qué testimonios pudiera fundarse León X para afirmar la paternidad borgiana de Rodrigo (BAC, III, p. 429). El epígrafe sepulcral de Vannozza de Cattaneis se conserva en el pórtico de la basílica de San Marcos, en Roma.

[12] Burckard (Joannis Burckardi, Líber Notarum, editado por E. Celani, Rerum Italicarum Scriptores, XXXII (Cittá di Castello 1906-1942, II, p. 303; cf. también p. 304) describe con detalles y frialdad deliberada una de estas cincuenta orgías que tuvo lugar en el Vaticano el 31-10-1501 en presencia de unas cortesanas que aquella misma noche fueron premiadas por el Papa por su comportamiento para con los participantes en la fiesta al margen de cualquier freno moral. Esta narración es digna de crédito según muchos historiadores. El que ocurriesen episodios parecidos a éste en otras cortes del Renacimiento no resta gravedad en absoluto al hecho.

[13] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 85-87

[14] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[15] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

[16] PAREDES, Javier. Diccionario de los Papas y Concilios.  Autorizado por la Conferencia Episcopal Española con la firma de Antonio María Rouco Várela, Cardenal-arzobispo de Madrid, 25 de marzo de 1998. Edit. Ariel

[17] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[18] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

[19] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 90-91.

 

[20] MARTINA, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. 1. Época de la Reforma. Ediciones Cristiandad, p. 89-90.

[21] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[22] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.

[23] PAREDES, Javier. Diccionario de los Papas y Concilios.  Autorizado por la Conferencia Episcopal Española con la firma de Antonio María Rouco Várela, Cardenal-arzobispo de Madrid, 25 de marzo de 1998. Edit. Ariel

[24] GARCÍA BLANCO, Javier. Historia oculta de los papas. Edit. Akal Clásico

[25] LABOA-GALLEGO, Juan María. Historia de los Papas. Entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. Edit. La Esfera de los Libros.